"Ganas de tenerlo todo", por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
"Ganas de tenerlo todo", por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
Renato Cisneros

Todos hemos coleccionado algo. En la infancia, por ejemplo, se me dio por tener soldados de plástico. Recuerdo que los vendían afuera de los mercados, iban pintados completamente de verde y, según sus facciones y posturas, disparaban fusiles, cargaban bayonetas, lanzaban granadas, se lanzaban en paracaídas o recibían el eventual impacto de un proyectil enemigo. Con cientos de esos soldados de mentira armaba guerras de verdad: largas tardes de batallas estruendosas, desatadas en la Vietnam del jardín de la casa de mis padres, y cuyos estallidos, bombas y estertores se oían solamente en lo más profundo de mi imaginación.  

También coleccioné autos por montones. Básicamente Matchbox y Hot Wheels. Los mejores eran de zinc y aluminio; de lata, los más ordinarios. Jugaba con ellos como si un diminuto alter ego mío los condujera. Abría sus puertecitas, su maletera, aceleraba y retrocedía temerariamente e inventaba todo tipo de dramas familiares o sentimentales al interior de los Chevrolet Corvette descapotables, los Chevy del 57 con el capote removible, los clásicos Ford A, los elegantes Lincoln Continental, los Supra, los Beach Patrol, los Pontiac, los Firebird; dramas que por lo general terminaban en derrapes, choques múltiples y vueltas de campana en los cerros y autopistas que nadie más que yo distinguía en las escaleras de la sala y en las caprichosas curvaturas de la alfombra.  

En otra etapa intenté juntar cajetillas de cigarros, estampillas, latas de bebidas, imanes, llaveros y hasta periódicos (llegué a acumular gruesos fardos de suplementos deportivos que documentaban completa la eliminatoria sudamericana para el Mundial de México 86), pero ya sea por falta de disciplina, y la mayoría de veces por falta de entusiasmo ante la obvia inutilidad de aquellas empresas, las colecciones poco a poco decaían, quedaban a medias y terminaban perdiéndose o desintegrándose.  

Al cumplir 30 años se me dio por volver a coleccionar juguetes. Lejos del puro arrebato infantil, me impulsó cierta obsesión maniática. No hablo propiamente de ‘juguetes’, sino de muñecos, action figures, personajes de películas, series o dibujos animados, desde robots como el Vengador y Ultrasiete hasta réplicas a escala de El Padrino o los villanos de Kill Bill, pasando por Batman, Snoopy, Bruce Lee, Caracortada, los emblemáticos de Star Wars, los Beatles, los Cazafantasmas. Tenía más de quinientos. En Lima los compraba principalmente en el centro comercial Arenales y siempre que me iba de viaje volvía con uno. Me gustaba visitar estas tiendas y distinguir entre la clientela toda una tipología de coleccionistas: los obsesivos, los frikis, los aficionados, los curiosos, los fanfarrones. 

Me he preguntado muchas veces por qué los coleccionaba. Supongo que en ese tiempo mi hormona de niño, mi glándula infantil aún estaba muy activa y buscaba rodearme de esas presencias como una forma de protestar contra la adultez convencional, contra sus responsabilidades y compromisos.  

Cuando le hice la consulta a mi psicoanalista, me dijo que la tendencia a coleccionar se basa en “un juego entre la analidad, la oralidad, el falo y el fantasma de la castración”. Le pedí de inmediato que se explayara. Me explicó entonces que el coleccionismo actúa en sentido opuesto a la actividad sexual genital, aunque no tiene por qué considerarse como un sustituto del sexo, sino más bien como una actividad regresiva con rasgos narcisistas, ególatras y fetichistas. Le pregunté por aquello del “fantasma de la castración” y me dijo que coleccionar posee un carácter fálico: “No es casual que haya más coleccionistas hombres que mujeres”. Al ver mi cara de desconcierto, me consoló aclarando que la patología del coleccionista no es negativa, ya que coleccionar también relaja, satisface el ánimo, entrena al sujeto en el orden, la paciencia, la curiosidad y el aprecio por las cosas.

Durante años me quedé sin ganas de iniciar una nueva colección. Pero eso cambió el jueves pasado. La salida del álbum Panini del Mundial de Rusia ha reactivado mi neurosis y ahora ya no puedo dejar de comprar figuritas ni de intercambiarlas repitiendo la antigua fórmula del ‘yala, sila, nola’ que ninguna jerga contemporánea ha conseguido sustituir satisfactoriamente. Por cierto, tengo repetidos a Edison Cavani, Diego Costa y Manuel Neuer. ¿Algún interesado?  

Esta columna fue publicada el 24 de marzo del 2018 en la edición impresa de la revista Somos.

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