“Ishintsi o Ishinchi. Cualquiera de los dos son válidos para referirse al pelo o al cabello ¿Ya anotaron?”, dice una joven vestida con una tradicional cushma anaranjada mientras muestra una pequeña pizarra al celular que tiene en frente. Carmelocia Mahuanca, mejor conocida en Internet como Pamenena, se encuentra en una de las clases virtuales que ofrece de forma gratuita a través de sus redes sociales buscando que la gente aprenda las palabras básicas de su ancestral idioma. Estamos, pues, frente a una auténtica influencer asháninka.
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“Actualmente doy clases de lunes a viernes, de siete a nueve de la noche, y los sábados tomo exámenes. Son virtuales y por ahora gratuitas. Nuestros seguidores están muy entusiasmados, tenemos unos 300 alumnos en cada sesión”, detalla orgullosa la joven de 26 años, la misma que en el 2020 estaba indecisa sobre iniciar este proyecto por temor a que la gente se burlara de sus raíces.
Lo que en un principio sonaría como la inseguridad de cualquier adolescente adquiere otra dimensión cuando nos referimos a pueblos originarios en el Perú. Pese a que nuestro país es uno de los más ricos culturalmente — pues junto a México, Guatemala y Bolivia concentramos más del 80% de las poblaciones indígenas latinoamericanas según el Banco Mundial — también es uno en el que la discriminación abunda.
Según una encuesta realizada por Ipsos en el 2017 al respecto, el 53% de los peruanos se ha sentido discriminado en algún momento, siendo la segunda razón más común su forma de hablar (26%). Este es uno de los factores que explican por qué cada vez más jóvenes miembros de pueblos originarios están dispuestos a renunciar a sus raíces —incluida su lengua nativa— con tal de encajar en las ciudades.
Otro factor importante es la disparidad de oportunidades y servicios a los que puede acceder un joven que crece en una comunidad nativa a diferencia de uno que vive en una ciudad. Carmelocia, por ejemplo, creció en la Comunidad Nativa Unión Alto Sanibeni, un centro poblado de 340 habitantes ubicado en el límite de los distritos de Mazamari y Pangoa, en Junín.
“Yo tengo 10 hermanos, tres de ellos son menores que yo. Mi mamá falleció cuando yo tenía 7 años y tuve que hacerme cargo de mis hermanos menores, así que perdí un año de escuela. A mí me gustaba mucho estudiar, pero mi papá no me apoyaba en los estudios. No le guardo rencor por eso, ahora entiendo que era parte de la ignorancia”, cuenta la joven.
La misma ignorancia llevó a que con solo 12 años la ofrecieran en matrimonio con un hombre de 30, debido a que “tenía plantaciones de yuca, plátanos, naranjas y un carro. Podía llevarme a mis hermanos y él nos iba a mantener. Pero yo no quería esa vida, había visto a hermanas mayores casarse y tener hijos, yo no quería ser parte de eso. Yo quería estudiar”.
En Unión Alto Sanibeni solo hay escuela inicial y primaria, por lo que Carmelocia tuvo que tomar una difícil decisión para una niña. Dejó atrás a su familia biológica y la comunidad en la que había crecido buscando mejores oportunidades.
La vida se encargaría de llevarla hacia su nueva familia.
“Samuel Ramos y toda su familia me guiaron y ayudaron en conseguir educación. Nos conocimos en la iglesia y cuando supo que yo quería estudiar la secundaria me ofreció trabajar en su casa, cuidando a sus hijos pequeños, a cambio de vivienda, comida y educación. Así que me mudé a Nueva Jerusalén, un centro poblado más grande”, explica.
Carmelocia transformó su ferviente deseo por estudiar en una constancia destacada, al punto de que el último año de secundaria lo cursó becada en un colegio particular ubicado en la ciudad de Pangoa. Ahí también obtuvo una beca para estudiar Psicología en la Universidad Peruana Unión, pero tuvo que renunciar a ella “por cosas de la vida” — menciona sin entrar en detalles.
— Camino a las redes —
Sin embargo, lo más valioso que consiguió en ese colegio, reflexiona, fue la amistad de Edith. “Ella es sobrina de mis padres adoptivos, de la familia Ramos. Cuando éramos niñas no nos llevábamos bien. Yo era una niña de campo, cosechaba café y buscaba trabajos de ese tipo, mientras que ella era una niña ciudad. Creo que hasta nos caíamos mal” — ríe — “Pero cuando vio que llegué a su colegio becada notó que era una alumna aplicada y comenzamos a ser amigas, nos convertimos en las mejores amigas y ahora me gusta decir que es mi hermana, porque así la siento”.
A los 17 años, Carmelocia llegó a Lima y comenzó a trabajar.
“Hice de todo para juntar dinero y decidir qué carrera estudiar. Luego Edith también vino y decidimos mudarnos juntas, así que alquilamos un departamento en Comas, yo comencé a estudiar Administración de Turismo y Hotelería, cuando de repente cayó la pandemia”, recuerda.
Ambas jóvenes tuvieron que suspender sus estudios, pero afortunadamente mantuvieron sus trabajos. Junto al confinamiento, sin embargo, surgiría un enorme proyecto.
“Oye Carmen, ¿por qué no hacemos contenido? ¿Tu familia no hablaba asháninka” — preguntó Edith un día.
“Sí, pero yo no lo hablo hace mucho. Además, me da roche” — respondió Carmelocia.
“Si yo fuera tú hace rato lo hubiera retomado y hecho muchas cosas” — insistió la joven.
“¿Sí? Tu mamá habla quechua, tú por qué no has aprendido pues” — cuestionó Carmen.
La discusión se terminó zanjando con un trato: “Yo me pongo a recordar todo lo que sé de asháninka, pero tú me ayudas a grabar y todo lo demás”.
Y así nació Pamenena (Mírame, en asháninka), un canal en YouTube, Facebook y TikTok orientado a difundir la lengua asháninka y preservar las tradiciones de este pueblo milenario.
Hoy, en el Día del Influencer, la joven reflexiona sobre su objetivo como creadora de contenido.
“Yo diría que es revalorar la cultura y rescatar las raíces de mis ancestros”.
Para Carmelocia, además, este proyecto significó una reconciliación con sus raíces que la han llevado a convertirse en una referente dentro de su familia.
“Yo nunca perdí contacto con mis hermanos, es más me llevé a uno de ellos para que estudie conmigo. La cosa es que siempre hablábamos en español, por eso sentía que había olvidado el asháninka. Con el tiempo lo retomé y ahora lo domino nuevamente. Soy traductora certificada por el Ministerio de Cultura y el trabajo también me permite ayudar al resto de mis hermanos para que sigan estudiando. Incluso tengo sobrinos que me llaman y me dicen que quieren ser como yo, que quieren estudiar y yo les explico que pueden hacerlo con programas como Beca 18. Este año me gradúo y sueño con ser su inspiración de los más chicos de la familia”, confiesa la joven.
Una de las satisfacciones más grandes para Carmelocia es que ya no ve a sus sobrinas siendo emparejadas con hombres mayores sino contándole qué estudiarán cuando crezcan.
“Siento una emoción muy grande porque hemos roto una barrera”, confiesa antes de despedirse rápidamente. “Tengo que seguir trabajando para luego iniciar la clase y también hay un video que me falta lanzar”.
La videollamada termina, pero la clase comenzará en breve y le aseguro que no se la querrá perder.
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