Ana Núñez, redactora de Somos El Comercio, ganó el Premio Anual de Periodismo Ramón Remolina Serrano que otorga la Cámara de Comercio de Lima.
Allá donde aún reina el verde, donde hoy se come gracias al río y mañana también; allá donde se duerme en oscuridad absoluta mientras te arrullan el grillo y la lluvia; allá, a casi 500 kilómetros de Lima, que sería lo mismo que decir más de 12 horas por carretera; allá, en el bosque, una mujer es la que pone orden.
Deyanira Mi-shari Ochoa (41) es jefa del Bosque de Protección San Matías - San Carlos, en la región Pasco, desde hace menos de tres meses, pero protege la selva desde antes que un cargo la obligue a hacerlo. Deyanira nació en la comunidad asháninka de Cahuapanas (Puerto Bermúdez), y desde pequeña aprendió a cuidar el monte como cualquiera de nosotros protegería de cualquier amenaza su propio hogar. Eso fue siempre para ella la selva: su hogar. Y lo sigue siendo.
Viaje al monte
Un avión hasta Jauja, tres horas y media en camioneta hasta La Merced y otras cinco hacia Puerto Bermúdez fueron necesarias para llegar hasta ella. Podría ser menor el tiempo de viaje, pero el tramo final de la carretera es bastante accidentado y lleno de curvas. De lejos, es claramente una gran serpiente amarilla en medio del verdor de los árboles.
Deyanira es una mujer pequeña y de cabellos de un negro tan oscuro como el de sus ojos. En un principio parece desconfiada, como si nos auscultara al milímetro, y sus respuestas son escuetas. Pero a las pocas horas, es ella la que bromea y uno se da cuenta de que es más bien achorada, en el mejor de los sentidos.
El Bosque de Protección San Mateo - San Carlos fue creado en marzo de 1987, pero fue recién hace unos 10 años que se tomaron acciones para protegerlo. Deyanira Mishari es la máxima autoridad en esta área protegida de 145.818 hectáreas, en las que conviven las comunidades asháninkas y yanesha.
Como jefa del Bosque, Deyanira debe reunirse con los líderes de 29 comunidades para acordar y planificar juntos las estrategias de conservación de esa parte de la selva, el monitoreo de los recursos naturales con mayor riesgo y la planificación de su uso.
Uno de los objetivos principales actualmente, por ejemplo, es recuperar especies como el tornillo y el cedro, que están en proceso de extinción por culpa de la tala indiscriminada. “En el área protegida, son las únicas especies que están resistiendo. En las comunidades, ya poco se encuentra cedro o tornillo por tanta extracción y comercialización”, lamenta la jefa del Bosque.
La mañana del lunes, Deyanira se reunió con la comunidad yanesha San Pedro de Pichanaz. Todos se habían puesto su cushma (túnica larga que usan como vestimenta tradicional). Una de las mujeres llevaba en la mano un achiote, fruto con el que se pintan los rostros de un suave color rojo y con trazos que varían, por ejemplo, si se trata de una mujer soltera o casada.
La reunión terminó cuando comenzó la lluvia. Pero antes, los yanesha compartieron con Deyanira un almuerzo preparado a base de paco –un pescado cocinado desde los tiempos de sus abuelos y los abuelos de sus abuelos– y yuca.
Una niña asháninka
Pese a que su padre la abandonó junto a su madre y siete hermanos, Deyanira Mishari se planteó algunas metas desde pequeña: en primer lugar, ella estudiaría y sería profesional, para no tener que depender económicamente de un hombre, como ocurría mayoritariamente en los hogares de su comunidad asháninka.
Así lo hizo. Mientras ayudaba a su madre a traer los pescados del río o la leña del monte para cocinar la comida de sus hermanos, la pequeña Deyanira terminaba el colegio (como pocos) y luego se preparaba para estudiar Ingeniería de Recursos Naturales en la Universidad Nacional Agraria de la Selva (Tingo María). Luego de eso, fue para ella natural postular a guardaparques y con ese cargo entró al Servicio Nacional de Áreas Protegidas (Sernanp) en 2006.