En la primera mitad del siglo XIX, la activista y escritora Flora Tristán viajó por varias ciudades de Francia buscando no solo promover la emancipación femenina, sino también generar conciencia sobre los derechos de los trabajadores. En esa época, jornadas de 18 horas diarias, y además mal pagadas, no eran inusuales. Su libro La unión obrera, publicado en 1843, llegó a ser uno de los favoritos de Karl Marx.
Años después, en 1886, se inició en EE.UU. una huelga general convocada con el objetivo de que la jornada laboral sea de solo ocho horas. Eventualmente, aunque no resultó sencillo, los trabajadores lo consiguieron.
El Perú adoptó esta festividad en enero de 1919. Sin embargo, la celebración se realiza el 1 de mayo porque fue la fecha de inicio de la huelga.
Pero 100 años después de establecida esta celebración en el país, cabe la pregunta: ¿por qué trabajamos 8 horas diarias? Después de todo, somos más productivos que hace un siglo. Es decir, necesitamos menos tiempo que antes para producir lo mismo.
Sin embargo, en el Perú –y en otros de América Latina– pasa lo contrario de lo que ya se observa en países desarrollados. Si consideramos que trabajamos 5 días de cada semana, los días laborables (sin descontar feriados) serían 261 al año; con una jornada de 8 horas diarias ello significaría 2.086 horas de trabajo al año. Pero México registra un promedio de 2.148 horas al año. Es decir, 8 horas y 14 minutos diarios.
Mientras tanto, en Lima Metropolitana –la generación de estadísticas refleja que seguimos siendo un país centralizado–, trabajamos en promedio 2.315 horas durante 2018. Es decir, 8 horas y 52 minutos diarios.
Así las cosas, se podría pensar que estamos casi alineados con la jornada de 8 horas. Pero cuando vemos qué pasa en Chile ya podríamos empezar a cuestionar si estamos haciendo algo mal. En el vecino del sur, la jornada promedio es de 7 horas y media.
Ahora, si consideramos lo que pasa en países desarrollados, no deberíamos dudar. Por ejemplo, la jornada laboral promedio en Alemania o en Suiza es menor de 6 horas diarias.
Existe una explicación microeconómica para este fenómeno. Hay dos factores que a las personas les dan satisfacción. Por un lado, el ocio, el dolce far niente improbablemente pensado por Leonardo da Vinci. Por otro lado, el consumo. Pero para consumir, hay que tener dinero. O sea trabajar. Es decir, se debe dejar de tener ocio para poder comprar los bienes que satisfacen nuestras necesidades. El problema económico en este caso es encontrar la combinación de ocio y consumo que nos lleva a la mayor satisfacción posible. O en jerga económica, el consumidor busca la maximización de su utilidad.
Típicamente, una persona que no trabaja no puede acceder al consumo, por lo que valora poco su ocio. Necesita trabajar para consumir. Por eso puede estar dispuesta a sacrificar varias horas de ocio, ya que la satisfacción que obtenga por consumir va a ser mayor que la que pierda por dejar de no hacer nada. Pero conforme ya haya cubierto sus necesidades, empezará a valorar más el ocio. Eso la lleva a escoger un número óptimo de horas de trabajo y no una jornada ilimitada.
Pero ¿qué pasa si desde esa situación inicial le ofrecen una remuneración mayor por hora? Aquí se enfrentan dos efectos bastante estudiados: el “efecto ingreso” vs. el “efecto sustitución”. En el primer caso, como por cada hora trabajada recibirá más dinero, su riqueza aumentará si sigue trabajando el mismo número de horas; para mantenerla igual, debería trabajar menos horas. En el segundo, como recibe más por cada hora de trabajo, el no hacerlo se vuelve relativamente más costoso: se sacrifica más consumo por cada hora que no se labore; ello debería generar un aliciente a trabajar. Lo que decida cada trabajador dependerá de sus propias preferencias.
Por supuesto, este ejercicio es tan simple que considera que arbitrariamente cada trabajador puede elegir cuánto trabajar. Pero nos da una idea de lo que pasa. En los países desarrollados el ingreso promedio por hora ha crecido lo suficiente como para que los trabajadores puedan trabajar menos sin dejar de satisfacer sus necesidades. Mientras tanto, en Perú, como en otros países emergentes, el ingreso promedio resulta tan bajo que tenemos que estirar la jornada laboral para poder lograr el consumo al que queremos acceder. Me aventuro a decir que estas situaciones opuestas reflejan que la informalidad laboral en Perú hoy es mayor que hace 100 años. //