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Mundialito

Era 1 de mayo de 1998 y, aunque ya había decidido partir a otro continente, tenía un pendiente que lograría concretar de la mano del Buque Caldas, el Chino Huapaya, Teddy, el cabezón César, Pepe Tirado, Christian Meléndez, el Charapa, el zurdo César y otros igualmente importantes, cuyos nombres mi frágil memoria no permite recordar.

Esa edición llevó el nombre del recordado Eduardo San Román Torres, “La Catedral del Deporte”, quien partiera en marzo de 1998.

Pero regresemos al ruido que terminó siendo una melodía para mí; algo así como “Mi gente” de Hector Lavoé.

Aquella vez fue la única en que alguien me pidió mi camiseta. Se acercó un niño, no supe cómo reaccionar hasta que alguien me ayudó: “Jose, no se la puedes dar, no tenemos otra”… No lo podía creer, se había obrado un milagro, hice un gol de cabeza (nunca aprendí a cabecear) en el último minuto del partido y pasamos a la “pista”. El grito de la celebración desde las tribunas era por mi. Estábamos en la final.

Pero ese es, casi, el epílogo de la historia. Muchas otras cosas sucedieron en aquellos días.

Así empezó todo:
— ¿Aló?
— Sí, ¿aló?
— ¿Hablo con Jose?
— Sí, él habla.
— Te habla César, del Camal de Yerbateros, te he visto por la TV jugando fulbito en el torneo Carmelitas y nos gustaría que juegues para nosotros en el
— (Silencio)
— ¿Aló?
— Sí, ¡claro!
— Ya… chévere… este… pero no tenemos bolo. Juegan muchos pintaos en el equipo y no nos alcanza el billete.
— (Silencio)
— … Pero mira, te podemos dar un carnero. ¿Qué te parece?
— ¿Un carnero? ¡Cerrao!

¿Así de fácil? Sí. ¿Cómo negarme? ¿Cómo hacerme el difícil? ¿Cómo pedir un bolo?

Jugar en el Mundialito de El Porvenir, para un “fulbitero” era lo más grande a lo que podía aspirarse. Había jugado en casi todos los torneos de Lima y algunos de provincia. Jugaba de 9, yo era el encargado de “meterla”, el goleador (como me bautizaron en Surquillo), el de los goles imposibles decían algunos.

Tantas cosas me vienen a la mente… debo guardar calma para no perder el horizonte en este relato.

La noche anterior a la etapa final del Mundialito, al primero de mayo, obviamente, no pude dormir; solo imaginaba una y otra vez cómo serían los partidos, cómo controlaría la “viniball”, en fin. Vivía un sueño despierto.

Nunca olvidaré cuando aquella calurosa mañana de 1998, camino a la final, en una esquina, advertí la presencia casi mística de un hombre desgarbado, pequeño, que sujetaba un pequeño bolso donde, seguramente, guardaría sus “bata”; aquel personaje había inspirado parte de mi juventud. Me detuve frente a él, recuerdo haber cruzado miradas; él no podía saber que pasaba por mi mente en ese momento. Por el contrario, yo logré intuir el deseo de aquel eximio futbolista que le entregó su vida al Union Huaral. Pedrito Ruiz quería jugar aquella final.

Mientras la adrenalina se apoderaba de mi, seguía hacia Parinacochas; las carpas habían ya ocupado el espacio entre veredas y poco a poco la gente iba llegando. El rico ceviche, el caldo de gallina, el combinao, la sopa en bolsa, los marcianos…

Muchos tomaban su caldo reparador, otros parecían de boleto. El ambiente se iba calentando.

Llegó el momento esperado, el primer partido se acercaba, las palpitaciones subían y yo, como flotando, disfrutaba de esa extraordinaria experiencia.

Entramos a la cancha; me pareció interminable, entre arco y arco habían 2 cuadras (eso pensé).

Suena el pitazo inicial y los nervios van dejando lugar al control, la responsabilidad, la concentración, el objetivo, que era ganar. El balón salía cuando le chocaba al público. Difícil jugar, pero “había que meterle”, no había otra.

Imagínense tener que controlar una pelota de plástico que saca el arquero a 40 metros, casi imposible. Y si te pierdes un gol? Y si te la roban en salida y te anotan? Piensen en la burla del público abarrotado en los edificios contiguos. Todo aquello era nuevo para mí, pero me sentía en mi hábitat, por algo estaba allí.

Al inicio escuché comentarios tales como: “saquen a ese blanquito oe”, “no pasa nada”. Conforme transcurrían los minutos, la gente empezó a mostrar su simpatía por nosotros; tal vez, porque el rival, sobre el papel, era mejor. Aquel partido terminó empatado; lo celebré como una victoria hasta que me enteré que habíamos quedado fuera porque el rival tenía un córner a favor más que nosotros. Me dolió pero entendí que la gloria en ese torneo no era para mi. Otro sería mi camino.

Carnero al hombro, que desprendía paso a paso un olor que hasta hoy recuerdo, salí caminando de Parinacochas, con la sonrisa de alguien que logra hacer realidad un sueño. Esa tarde lo puse en el cilindro en casa de la colorada, quien llamaba a mi celular cada 5 minutos para saber cómo me había ido. Me recibieron como un héroe.

Me olvidaba, el año pasado, 20 años después, me encontré con César (sí, el del carnero) en un torneo en Andalucía, La Victoria, y me dijo que quería volver a juntar a los bravos de aquel año. Casi lloro.

El fútbol forma parte de nuestra cultura, de nuestro folclore, y así también el Mundialito del Porvenir.

A lo mejor, en otra ocasión, podría también contarles cómo empecé en el fulbito, en aquel glorioso L.Q..Q.D, de la mano del Burrito, de Cachito Ramirez (hijo) o, quizás cuando jugué contra Rijkaard, De Boer o Aaron Winter en Amsterdam o relatarles cómo llegué a trabajar con Patrick Kluivert en el FC Twente, pero eso ya es otro precio…

* Un agradecimiento especial a todos aquellos que hicieron posible que en 1998 fuera el hombre más feliz de la tierra.

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