“Luis Millones. En mis ojos y en mi voz” es el último libro que ha publicado el reconocido historiador, antropólogo y educador peruano de 83 años. Uno de los más de 40 que ha escrito a lo largo de una extensa y dedicada carrera investigando lo que algunos llamarían el alma del Perú: su historia, sus manifestaciones culturales, sus fiestas populares y su gente. Editado por Planeta, el texto compila artículos que el estudioso escribió entre 2015 y 2020 para el diario El Comercio, los cuales abordan desde memorias personales y resultados de sus trabajos hasta reflexiones sobre el país. Somos conversó con él.
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Después de haber estudiado toda su vida al Perú, ¿qué es lo que más le asombra?
La capacidad de supervivencia que tenemos cuando hemos hecho todo lo posible por desarmarlo. Es fantástico que sigamos adelante como sociedad en medio de tantas contradicciones, especialmente de quienes se encargan de dirigirlo.
¿Quién domina su mente y espíritu: el historiador o el antropólogo?
No sabría decirle cuál es la diferencia, ejerzo las dos disciplinas entremezcladas por completo. He recorrido el Perú haciendo trabajo de campo, trepando montañas de 4.000 m.s.n.m. y en la orilla del mar, en un afán de escuchar a la gente hablar de sí misma. Pero, al mismo tiempo, aprovecho esos encuentros para contrastar lo que investigo en archivos antiguos y así entender cómo ese hombre o esa mujer reflejan la historia de sus antepasados. Creo que mi trabajo ha sido mirar el Perú desde la arista más íntima posible.
Cuenta en el libro que su abuela materna fue determinante al cultivar su interés por los mitos y las leyendas.
Yo viví períodos largos con mi abuela, que era natural de un pueblo perdido de Áncash. Ella fue una de mis mayores referencias de cariños y relatos antes de dormir. Me contaba cuentos de aparecidos, fantasmas, demonios. ¡A otros chicos les parecería impensable! Pero a mí me arrullaban…
Los primeros relatos maravillosos sobre el Perú.
Eso y mucho más. Ellos me introdujeron a un mundo diferente al de la vida cotidiana. Yo me crié en un callejón del Centro de Lima, en una situación bastante difícil, por decirlo elegantemente. Fui a muchos colegios muy malos. De milagro, terminé secundaria sin repetir año e incluso ingresé a la universidad. Fue asombroso empezar a escuchar que las historias que me contaban en la niñez tenían un valor muy grande en el ámbito de las ciencias sociales de cualquier parte del mundo. En mi juventud, luego, oiría relatos asombrosos de gente mayor, otros “abuelos” académicos como Luis Valcárcel, a cuya casa iba seguido... También recibí el cariño total de María Rostworowski y tuve la amistad de José María Arguedas.
En la universidad, a su vez, fue buen amigo de Javier Heraud y Luis Hernández, legendarios literatos nacionales… Nombres de intelectuales destacados que hoy parecen escasear. ¿Por qué cree eso ocurre?
A veces, las generaciones brillantes nacen como en grupo. Y no necesariamente la que siga va a ser de la misma calidad. Cada cierto tiempo pasa. Sin embargo, el problema al que aludes tiene otra respuesta, además, terriblemente ruda, y te la voy a decir: nuestra juventud talentosa se va a vivir al exterior. El número de peruanistas que existen en Estados Unidos y en Europa es brutal... Quizá he contribuido con ello al asesorar a mis alumnos, pero me preocupa su bienestar. Les digo que no tienen que conformarse aquí con ganar una miseria en un cargo en la administración pública. Es mejor que terminen su doctorado fuera y consigan trabajo allá. He podido enviar mucha gente gracias a colegas en Estados Unidos, México y Japón, donde publico bastante. Mis cinco hijos viven fuera.
Allá están las oportunidades que aquí no encuentran.
Exactamente. Cuando mis alumnos me piden ayuda para conseguir becas, lo hago. Con enorme pena, pero lo hago.
Hablemos de sus otros libros. Tiene más de 40. ¿Cuál le gustaría que se siga publicando hasta el fin de los tiempos?
Todavía no lo he escrito (ríe)… Bueno, un libro que me parece redondo se llama “Después de la muerte”, lo publicó el Congreso de la República. Conllevó un largo trabajo de campo y la colaboración de colegas de otras regiones. Se les preguntó a habitantes de zonas alejadas de la costa norte y a los de una provincia de Ayacucho cómo creían que era el infierno. Las respuestas eran interesantísimas. Un conductor de Monsefú, lo recuerdo bien, me dijo que los peruanos teníamos habilidad para eludir el castigo y gran capacidad de negociar con el mundo sobrenatural de modo que todos nos íbamos a ir al cielo (ríe).
Ha investigado a profundidad, asimismo, nuestras festividades populares. ¿Alguna le parece más extraordinaria que las demás?
Estoy convencido de que hay una fiesta que tendríamos que vivir alguna vez: la muerte del inca Atahualpa. Yo la vi en Carhuamayo (Pasco), pero se da en todas partes del Perú. La recreación teatral de la muerte de Atahualpa fue fantástica. El pueblo entero participa con danzas. Al final, se “ejecuta” al inca, pero yo, que busco saber y provocar como antropólogo, una vez le pregunté a la directiva del festejo por qué celebrar su asesinato.
¿Qué le dijeron?
“Doctor, ¿acaso no ve usted ahí al inca bailando? El inca nunca se murió”.
La historia de nuestro país se enseña privilegiando la memorización de cronologías y fechas. Según ha dicho, ese es grave error. ¿Dónde debe centrarse la reflexión?
En la comprensión real de los procesos acaecidos. Lo explico: no sirve de nada exaltar 1821 sin entender, primero, que la independencia se logra por los ejércitos de argentinos, chilenos y colombianos comandados por Bolívar y San Martín. Saber la fecha no tiene valor sin comprender que la independencia fue un proceso que la dirigencia peruana rechazó. Esta estaba muy cómoda siendo regida por los españoles. ¿Qué significó realmente esto? ¿Por qué? ¿Qué desencadenó? Ese análisis, uno profundo y comprometido, es el que se necesita para entendernos. Por ahí es el camino. //
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