Las bocanadas que emitía parecían solidificarse en el aire de La Fila. Dos horas antes habíamos partido de Chuquibamba (2.810 m.s.n.m.); sin embargo, luego de una subida endemoniada hasta aquel abra (3.700 m.s.n.m.), tiritábamos de frío. El viento y las ráfagas de lluvia nos azotaban. Igual volvería a repetir la experiencia porque fue de las mejores de mi vida.
Descendimos luego hasta llegar a las fauces de La Bóveda: andenes circulares que penetran profunda y armoniosamente en el subsuelo. A un palmo de esta cavidad se aprecian las surrealistas edificaciones de Diablo Wasi, mausoleos construidos en farallones que rozan los 90 grados de pendiente. Reto que los antiguos chachapoyas superaron, desafiando la ley de la gravedad, para poder darles una última morada a sus nobles y curacas.
El camino continuó colina abajo hasta que divisamos Tajopampa, una llanura donde se levanta una añeja casona. Allí pasamos la noche. Desde lo alto, nos miraban las momias de La Petaca, entonces ocultas bajo un manto de neblina. Recién al día siguiente descubriríamos embobados las construcciones mortuorias realizadas con maestría al borde de un afilado desfiladero. Las tumbas y los dibujos parecen vigilar la quebrada. Durante mucho tiempo quedamos absortos contemplando este legado chachapoya. Después, nos alejamos en un infinito silencio. //