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(Foto: El Comercio)
Álvaro Rocha

Pocos lugares del Perú tienen la fuerza y el indecible aire de misterio que domina a Cumbemayo (3.500 m.s.n.m.). No solo por su alucinante formación geológica, sus petroglifos, cuevas, túneles y su piedra de sacrificio, sino también por el canal prehispánico que, desafiando la ley de la gravedad, conduce las aguas que naturalmente desembocarían en el océano Pacífico, hacia el valle de Cajamarca y, por ende, al lejano océano Atlántico.

Este acueducto fue hallado por Ernesto de la Puente en 1937, mientras realizaba labores de limpieza en la entonces hacienda San Cristóbal. Ese mismo año, un siempre avispado Julio C. Tello exploró el lugar y le llamó la atención los grabados asociados a esta obra de ingeniería hidráulica. En 1969, el geólogo George Petersen, sostuvo que gracias a un trazo de 9 km que fue delineado en muchos tramos con grecas y ángulos rectos que disminuían la erosión y la velocidad del agua, fue posible elaborar esta hazaña tecnológica que logró trasponer el punto crítico de la divisoria continental o divortium aquarium. Y que su cometido era irrigar sementeras del valle de Cajamarca.

Sin embargo, nuevas hipótesis de trabajo sugieren que este canal no era para fines agrícolas, porque Cajamarca tenía suficientes fuentes hídricas para fructificar sus cultivos, sino que su función era mágica, donde se realizaban ceremonias de culto al agua. Los antiquísimos petroglifos tallados en una gruta al inicio de este complejo parecen confirmar que se trató de una zona sagrada.

Pero los viajeros les prestan más atención a las formaciones megalíticas que le dan un carácter especial al lugar, en especial unos farallones llamados frailones, pues semejan siluetas de curas en silenciosa procesión. Y también al resto de afilados peñascos que tienen apariencia de sapos, zorros, águilas, auquénidos y hasta elefantes. Por más racional que uno sea, la magia de estos monumentos naturales te envuelve sin remedio. //

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