No hay mejor frase que la del escritor argentino Enesto Sabato -en su novela ‘Sobre héroes y tumbas’- que hace alusión a que en la vida “no hay casualidades, sino destinos”, para referirse a los orígenes de Village People. Fue precisamente gracias al azar que los franceses Jacques Morali (productor consumado de The Ritchie Family) y Henri Belolo, caminando una noche por las calles de Greenwich Village, vieron pasar a un hombre vestido como un cacique indio. Les llamó la atención y lo siguieron hasta el Anvil, un club gay de la zona. Entraron y pidieron algo para tomar. A los minutos ven al dichoso personaje saliendo a escena. Notaron, además, cómo un parroquiano con sombrero de cowboy lo miraba maravillado. Un par de copas van, un par de copas vienen y, entre conversaciones sin sentido, salió su próximo proyecto: una agrupación de música disco.
Eran mediados de los setenta y ya habían encontrado a su primer integrante: el cacique Felipe Rose. Después se unieron Victor Willis (el policía), David Hodo (el constructor), Alex Briley (el militar), Glenn Hughes (el motociclista) y Randy Jones (el vaquero). Todos arquetipos extraídos de gente que frecuentaba la calle neoyorkina. El nombre del grupo, claro, no tardó en definirse. Los compositores Phim Hurt y Peter Whitehead se sumaron a la arriesgada propuesta. Sus letras rozaban, con sutileza, con el doble sentido. Rápidamente, las canciones pasaron de las pistas de baile en las discotecas del Greenwich Village a los primeros puestos de las listas renombradas como Billboard.
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La fórmula había funcionado. Para muchos, una jugada magistral; para otros, un mero champazo, lo cierto es que Village People gustaba, y mucho. Sobre todo a quienes debía molestar. Gracias a eso, se convirtieron en abanderados de los derechos de la comunidad LGTBI. Estos hiperbolizados personajes fueron un fenómeno mundial (solo en sus dos primeros años lanzaron cuatro discos). No en vano, cuando fueron portada de la revista Rolling Stone, en 1979, el titular de la nota principal fue “El dibujo animado que inspiró el mundo”.
Hubo una industria, sin embargo, que no cayó rendida a los pies del sexteto: la cinematográfica. Un 20 de junio de 1980 se estrenó Que no pare la música (Can’t stop the music), un intento de biopic donde ellos -paradójicamente- no eran protagonistas. El filme cuenta la historia de [Jacques Morali] un muchacho -interpretado por Steve Guttenber, un olvidado actor de la época- que trabajaba en una tienda de discos, pero su sueño era triunfar en la música con su propio esfuerzo y la ayuda de Samantha [Valerie Perrine]. Aparece Bruce Jenner, entonces campeón Olímpico, como pareja de la joven y abogado de los Village People.
El filme dirigido por Nancy Walker y escrito por Allan Carr (productor de Grease) fue nominado -y con justa razón- a todas las categorías de los premios Golden Raspberry (Razzie), llevándose la estatuilla a Peor Película y Peor Guion. Aunque hay dos cosas rescatables de la película. La primera: el mensaje progresista. Hay escenas en las que los personajes hacen referencia a que la aceptación personal y al cambio social. Temas que, 20 años después, se mantienen vigentes y son igual de importantes.
La segunda es, un poco más evidente, el soundtrack. El disco homónimo a la película es el sexto álbum de estudio de la agrupación estadounidense. Logró estar en el top 10 de las listas de éxitos británicas y en el puesto 49 de la Billboard 200. Un bonus track: un mini-concierto de los Village. Cuando se trata de música, no hay pierde.
El apogeo de la música disco, vale decirlo, duró poco; siendo Village People uno de los últimos en triunfar en el género. Criticados y hasta lapidados por parte de la crítica, es innegable reconocer el éxito de la agrupación. Y no por los más de 100 millones de discos que ha vendido desde su fundación en 1977. Sino porque, a más de cuatro décadas, sus canciones aún generan esa acción casi inmediata de emular aquellos singulares pasos de la época. //