El 6 de setiembre de 1997, Diana de Gales fue portada de la revista Somos a menos de una semana de su muerte. (Foto: Patrick Demarchelier)
El 6 de setiembre de 1997, Diana de Gales fue portada de la revista Somos a menos de una semana de su muerte. (Foto: Patrick Demarchelier)

Queríamos tanto a . Yo, que nunca compre un Hola, usted, que la veía en la peluquería, Michael Jackson, tan devastado por su muerte que canceló un concierto de entradas ya vendidas, las hermanas de la caridad, que colocaron en sus conventos e iglesias carteles que pedían rezar por la paz de su alma. Y los paparazzis. ¿Qué nos gustaba tanto en Diana? Quizá fue ese perenne y exquisito equilibrio de su imagen brillante, a igual distancia de la timidez y la seducción, la frivolidad y el amor a los pobres, la virtud y la licencia. Una Bella Durmiente con alma de Teresa de Calcuta. En una de sus primeras apariciones en la prensa inglesa, cuando Carlos hacía una visita a un jardín de infancia, ella apareció dulcemente rodeada de párvulos en pantalones cortos. Las cámaras, deseosas de captar la escena, dejaron traslucir también lo que había bajo la larga falda de la princesa. "La novia del príncipe Carlos tiene buenas piernas", fue la portada de uno de esos diarios amarillos londinenses que tantas páginas habrían de dedicarle después. El matrimonio con el principe de Gales, el príncipe azul por excelencia, fue el calco exacto de la boda de la Cenicienta. No se descuidó un solo detalle. Hasta los caballos, para armonizar con el decorado de ensueño, y gracias a cierta medicación especial, derramaron sendas porciones de excrementos rosados. Sin embargo, y contraviniendo las más elementales normas de los cuentos de hadas, aquellos sagrados momentos del vestido de orgaza blanca, ya eran violados por la crudeza de la conveniencia. El príncipe azul estaba enamorado de otra mujer, una mujer casada, la antipática, por voto universal, Camila Parker Bowles. Pero, como futuro rey de Inglaterra, Carlos necesitaba herederos. A sus 20 años, Diana se había convertido en víctima de los protocolos de la realeza, pero su simpatía ya superaba largamente a la de cualquier otro miembro de una casa real en la que, bueno, es preciso decirlo, la simpatía brillaba por su ausencia. 

Si las urgencias del protocolo sentaron las bases de su desgracia, ella lo violó cuantas veces pudo. Carlos, mientras tanto, cumplía a cabalidad el duro papel que le asignaba la nobleza: posar con falditas a cuadros, cazar patos no muy lejos de los fotógrafos oficiales de la casa real y, sobre todo, poner cara de poste en los actos públicos. Diana, en cambio, usaba jeans, frecuentaba las discotecas de moda y sonreía a mares. Una vez, cuando el presidente Reagan le dijo que deseaba concederle un deseo, no lo pensó un segundo: pidió bailar con John Travolta. Era adorable. Finalmente, coronó su obra subversiva y, por primera vez en trescientos años de historia real, la princesa se divorció y, de pasada, perdió el derecho al trono.

Esto, como todo lo que hizo, lo hizo por amor. Era más importante para ella encontrar al hombre de su vida que ser reina de Inglaterra. Dos años después de su separación, confesó públicamente que había engañado a su real esposo con el capitán de su caballeriza, el mayor Edward Hewitt. Al parecer, agarró una buena viada, porque a éste le siguió una seguidilla de amantes reales o imaginarios, entre los que encontramos hasta a un jugador de rugby. El pueblo tenía una ávida necesidad por saber de su vida, y las fotos de los paparazzis se hicieron parte de la dieta de cada día. Diana ya no era más la dulce princesita que sostenía a su real bebé en brazos, pero el pueblo, a diferencia de la nobleza, no se escandalizó en lo absoluto. Tal era la compenetración con esta mujer que había sufrido repetidos ataques de bulimia por culpa de Carlos, además de depresiones inconsolables y varios intentos de suicidio. Las fotos la habían mostrado derramando lágrimas. Ahora la llamaban "la reina de nuestros corazones".

A pesar de todo, Diana daba muestras de un alma generosa y viajaba para ver a los moribundos en Pakistán y a los lisiados en Angola. Los diarios daban cuenta de sus visitas a los hospitales, humildemente efectuadas en el anonimato de las altas horas de la noche. Y tuvo el coraje de enfrentarse a la industria bélica británica en aras de su cruzada privada contra las minas personales, y que hoy, cuando las Naciones Unidas están a punto de vetar su uso internacionalmente, se piensa denominar "Tratado Diana".

Diana estaba tan harta del acoso de la prensa que, poco antes de su muerte, declaró que habría abandonado su país natal mucho antes, de no ser por sus reales hijos. Para remate, el ansiado amor no asomaba en serio. Hasta que se apareció en la forma de un multimillonario egipcio con sobrenombre de perro, "Dodi" Al-Fayed. Demostrando una vez más que no le debía nada a nadie, Diana se entregó a los brazos de un árabe al que, sólo Dios y las autoridades de inmigraciones saben por qué, el reino de su majestad no había concedido la nacionalidad. Y justo cuando declaraba que había recobrado la felicidad, la encontró la muerte. ¿Por qué abandonaron el Ritz, si era propiedad de su suegro, si era medianoche y lo que acababan de tener, a todas luces, era una cena romántica? El mundo nunca lo entenderá, y este misterio, pequeño aunque clave, añade un nuevo ingrediente a una de las leyendas más perfectas de nuestra época. Luego siguen los reflejos del Sena, los paparazzi motorizados, el chofer alcoholizado y el espectacular crash que aturdió los oídos del mundo. Nunca la felicidad de una princesa, y la fama de un egipcio, fueron tan efimeras.

Con esta muerte inaudita, Diana ingresó definitivamente en el planeta de las leyendas del siglo XX. Ya se habla de mártir, de santa. El anuncio que dejó pendiente -cuando enfrentó a los paparazzis que la descubrieron en el fantástico bote de su novio, para pedirles que la dejaran en paz- es interpretado como un embarazo, y se ven extraños paralelos entre su suerte y la de Kennedy. Las paradojas sobre su vida, por cierto, no cejarán de inquietarnos. Una mujer que alguna vez vivió acuciada por la depresión, por la falta del amor que tanto se afanó en buscar, no imaginó siquiera que millones de personas la llorarían hoy con el alma en escombros, con una pena tan honda como sincera. Diana no está más entre nosotros pero vamos a seguir hablando de ella por décadas. En la más frívola de las versiones, se verá su imagen fantasmal tomando té en algún restaurante, del mismo modo que Elvis es visto haciendo cola en el cine. Con el tiempo, su recuerdo se convertirá en el tributo a alguien que supo poner a su humanidad por encima del corset social. Y que al elevar la suya, elevó también la nuestra. Salve Princesa.

Esta nota fue escrita por Oscar Franco y publicada el 06 de septiembre de 1997 en la revista Somos

Contenido sugerido

Contenido GEC