"Maestros que marcan", por Carlos Galdós (Ilustración: José Carlos Chihuán Trevejo)
"Maestros que marcan", por Carlos Galdós (Ilustración: José Carlos Chihuán Trevejo)
Carlos Galdós

Al igual que muchos de ustedes, durante esta crisis con los maestros –que dicho sea de paso aún no tiene solución– he pasado por una serie de sentimientos que han transitado de la solidaridad al odio. Así que para despejar los sentimientos negativos he recordado a dos maestros que supieron dejarme una buena lección, de esas que no se borran nunca.

Alejandro Huertas fue mi tutor en segundo de media. Para ese entonces, yo había desarrollado el método de aprobación de cursos invertido; es decir, me pasaba el primer, segundo, tercero y cuarto bimestre jalado. Total, para qué estudiar de a pocos durante ocho meses si podía reducir toda esa carga a tan solo una semana de estudio full y pasar el año dando la famosa quinta nota (previo dominio del balotario de cien preguntas). Así pasé lenguaje, matemática, biología y zoología. Solo me faltaban las dos historias, universal y del Perú. Llegué orondo y seguro de mí mismo al día del examen, con la actitud canchera de quien ya tenía el año aprobado por pasar todos los demás cursos con el mismo método. Me senté en mi carpetita de metal en la primera fila, como para que el profesor me viera una vez más responder perfectamente las 100 preguntas de 100, hasta que en un momento dado muy discretamente se puso a mi costado y me dijo: “Galdós, quiero hablar con usted después del examen”. Dicho y hecho, terminada la prueba se tomó unos minutos para decirme que no me iba a aprobar, que no le interesaba si lo botaban del colegio por jalarme injustamente, ya que según las reglas se podía pasar con la quinta nota y yo lo lograba con éxito. Sus palabras fueron las siguientes: “Si yo lo sigo aprobando a usted bajo este sistema, lo estaría engañando y, lo más grave, yo no sería un buen profesor. Así que lo llevaré a marzo en las dos historias y por favor inscríbase en mi vacacional, que yo me encargaré de que aprenda de verdad”. Alejandro Huertas cultivó en mí el gusto fascinante por la historia. Lo que dejó pasar en ocho meses del año escolar lo logró en tres meses de vacacional y sin dar ningún examen, pues me exoneró diciéndome que ese método de evaluación memorística no era para mí. Gracias, Alejandro. 

En cuarto de media yo era inquilino de un colegio mixto, el nuevo del grupo entre chicos que habían pasado toda su vida juntos. Era obvio que no iban a aceptar a nadie nuevo en su clan, hasta que me comencé a portar mal, muy mal. Hablo de maldades de adolescente: atorar baños, robarme los arrancadores de las luces fluorescentes, romper patas de sillas para que los profesores se cayeran, hasta que llegó el día de la fiesta de prepromoción. El tránsito al baño era bastante sospechoso. Yo sabía lo que adentro estaba ocurriendo. Todos lo sabíamos y uno de mis profesores también. No soy un santo y más bien era reconocido como el alumno problema del colegio, galardón que me hizo parte del grupo. Pero sentía que esa prueba para terminar de ser aceptado en el grupo era demasiado costosa. A los 16 años a veces uno piensa, pero muchas veces más puede la baja autoestima que la razón. Pues en ese momento la razón iba ganando uno a cero, hasta que decidí empatar el marcador y después de cuatro horas de fiesta fui al baño detrás de quien la llevaba. Pepe Lucho (así le decíamos al profe) supo ser lo bastante discreto como para llamarme y –al yo voltear– estirar su brazo ofreciéndome una chela. Obvio que a esa edad una chela no se rechaza y menos a tu profesor. “Salud, Galdós, porque pasaste de año, menos en conducta”, y discretamente se me acercó al oído y me susurró: “No lo hagas, huevón, no necesitas demostrarle nada a nadie”. Gracias, Pepe Lucho, hasta ahora nunca lo he hecho. 

Esta columna fue publicada el 02 de setiembre del 2017 en la revista Somos.

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