Ilustración: Nadia Santos
Ilustración: Nadia Santos

Solo ha pasado una semana de la escandalosa muerte de los militares ahogados, y la tragedia ya ha empezado a convertirse en una más de esos cientos de noticias que, en cuestión de días, transitan de la furibunda indignación colectiva al repentino olvido general.

Salvo los familiares de las cuatro víctimas, cuyas vidas se torcieron para siempre el viernes pasado, los demás –demasiado distraídos quizá con el etiquetado de los lácteos y la dignidad de las vacas– nos hemos ido desentendiendo del fallecimiento de estos jóvenes miembros de las Fuerzas Armadas, dejando atrás el pedido clamoroso para sancionar a los responsables.

Si escribo esta columna es, precisamente, para tratar de que el estupor que me asaltó cuando vi las imágenes del mar revolcando a los soldados hasta asfixiarlos no se diluya tan rápido. Quiero convertir ese estupor en algo útil, ya sea para que el ministro de Defensa diga algo nuevo acerca de la investigación interna que se está realizando, o simplemente para recordar algo que, en teoría y apariencia, nos dolió. Si decimos sentir impotencia y compasión respecto de un hecho, pero 48 horas más tarde dejamos de problematizarlo y debatirlo, lo más probable es que no se haya tratado de compasión ni de impotencia, sino de un mero malestar circunstancial, lo cual, por supuesto, dice algo horrible de nosotros.

También escribo esto porque no he podido arrancarme de la cabeza esas cuatro palabras que, juntas, sintetizan muchas de nuestras taras sociales y que, según las indagaciones, esa mañana nefasta habrían salido de boca del mayor Alexis Klifford Rey Sánchez: “No se muevan, perros”.

Es revelador cómo en una única frase pueden caber siglos de machismo. Por generaciones, nuestra educación viril ha estado regida por la creencia de que la masculinidad guarda relación directa con la resistencia física, la fuerza bruta o, en su defecto, la dotación genital. Bajo esos conceptos hemos sido modelados los hombres de este país. En el colegio, la casa y el barrio. Frente a amigos, parientes o desconocidos. Si a la hora de la hora no podías probar que eras hombre, estabas realmente jodido. Pero si cedías al chantaje y dañabas a otro, estabas jodido igual.

Y no importa con cuántos viajes, lecturas o títulos académicos hayamos pretendido después abrir nuestra mente y restañar esa falla de origen, pues aquellas ideas cavernarias no son del todo extirpables. Nos fueron administradas igual que una espesa solución intravenosa que se queda circulando en el organismo.

Por otra parte, esa misma expresión (“no se muevan, perros”) nos recuerda la hostilidad vigente en una institución que no ha logrado acomodarse a los tiempos. Tanto en el gobierno de Fujimori como en el de Ollanta Humala, si de algo sirvió el protagonismo que alcanzó el Ejército, fue solo para corromper su estructura jerárquica beneficiando a determinadas cúpulas, no para reorganizar sus bases (¿cuántos años, por ejemplo, hemos debatido la conveniencia o no del servicio militar voluntario?). De las puertas del cuartel hacia fuera no se aprecian signos de modernización. Aún hoy, bajo el pretexto de la ‘formación del carácter’, los militares siguen incurriendo en prácticas que, la verdad, son de una pobreza psicológica que daría pena si no diera vergüenza.

Llevar a un grupo de reclutas inexpertos a la playa y forzarlos a mantenerse de pie frente a unas olas históricamente agresivas no solo es poco didáctico, sino totalmente negligente. Un buen oficial –y esto debería saber- lo el mayor Rey Sánchez– jamás expone la vida de su tropa. Jamás. Y si por alguna fatalidad imprevisible pierde un hombre, es el primero en asumir su responsabilidad.

Nada de eso ha ocurrido en el caso de los ahogados de Marbella, cuatro muchachos que murieron por hacer lo que nadie hace en el Perú: obedecer. Precisamente de ellos nos estamos olvidando.

Esta columna fue publicada el 10 de junio del 2017 en la revista Somos.



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