Galdós
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Carlos Galdós

Cuando la libreta de notas no llegaba ensangrentada a mi casa, el máximo premio que se me otorgaba era ir al restaurante Pastificio Ligure, de la avenida José Leal, pedir una porción de berenjenas rellenas, tallarines a lo Alfredo gratinados a la ‘parisien’ y un vaso de chicha. Este magno evento solo ocurría una vez al año en la entrega de libretas del primer bimestre escolar. De ahí en adelante los jalados aparecían en proporción aritmética: 4, 8 y finalmente 16 rojitos, siempre acompañados de su matrícula condicional.

En Lince, mi barrio, se respiran aires ítalo-peruanos por muchos lugares, y yo desde niño concebí que esos sabores y olores eran los vero vero. Si me provocaba una pizza fugazza o una empanada de queso –y para bajarla su oreja de chancho con refresco de naranja–, lo único que tenía que hacer era salir de mi casa, doblar a la izquierda hasta José Leal, caminar una cuadra hasta Nicaragua y de ahí de frente hasta llegar a Dos de Mayo (en ‘Linsidro’) y sentarme en una mesita de la pastelería Rovegno, que dicho sea de paso en época del Señor de los Milagros también tenía un rico turrón de Doña Pepa.

Si quería una pizza, la ruta era todo Canevaro hasta Arenales, al Centro Comercial Risso, donde estaban los supermercados Monterrey, Todos, el Marcantonio Piano Bar, la peluquería Esquire y mi objetivo gastronómico: Spadavecchia, con sus platos de plástico arañados por el filo de los cuchillos que cortaban furiosos la pizza estrella del lugar, la Súper Spadavecchia. Esta combinaba jamón, salame, tocino, pimientos, mozzarella, aceitunas y medio huevo duro encima. Los tallarines con salsa de carne y los clásicos a lo Alfredo, con sus tremendos pedazotes de jamonada, siempre con su orégano en polvo encima. 

Cuando quería comer un buen pan al ajo, no me quedaba más que atravesar medio distrito hasta llegar al Pasta Sciutta, en la calle Francisco Masías, a escasas tres cuadras del Zanjón. Allí ofrecían porciones generosas y una versión con queso parmesano rallado recontragrueso. El plato emblemático, al menos para mí, eran los fetuccinis al óleo con asado de tira, que en buen cristiano serían tallarines con aceite y carne frita. 

Cada vez que tenía una salida romántica de viernes por la noche, me iba un poquito más allá, cruzando la frontera de la Vía Expresa, a El Italiano, en el vecino distrito de La Victoria. Cuando la chica me preguntaba dónde quedaba, yo, como buen acomplejado, le decía que en Santa Catalina. Esa réplica de la cabaña del Tío Tom era el lugar perfecto para pedir un antipasto con su respectiva jarra de sangría. Mejor ubicado, imposible, ya que por la zona abundan los hostales, donde siempre, a sugerencia mía, íbamos a bajar la comida y el trago, no vaya a ser que tuviéramos un accidente manejando.

Hace tres años estuve en Roma de luna de miel. Carla, sabedora de mi fascinación por los tallarines a lo Alfredo, me preparó una sorpresa: reservó una mesa en el Ristorante Alfredo alla Scrofa, il vero ristorante di Roma dove sono nate le fettuccine Alfredo. Simplemente no lo podía creer: estaba en el lugar donde nació uno de mis platos preferidos y, sobre todo, con el que siempre me engreía los domingos por la noche mi abuela. Lamentablemente, soy de aquellos a los que la cara los delata; no me sale la mentira para quedar bien. El primer bocado no me supo rico. Será la emoción del viaje: vamos por el segundo. Para desilusión mía, no tenían el mismo sabor, olor, color ni textura que los de mi casa.

“¿Qué pasa, no te gustan?”, me preguntó, temerosa, Carla. “Discúlpame, mi amor, pero yo me quedo con los tallarines a lo Alfredo de mi abuela, con leche de tarro, Dorina, jamonada La Moderna, sal de mesa yodada y su orégano encima”, le contesté. Il vero sapore della mamma. 

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