El desorden de tu nombre - 1
El desorden de tu nombre - 1
Redacción EC

Jeremías Gamboa

A Mariana le pusieron ese nombre porque en su casa uno de sus padres era fanático de «Sandokán», la saga de aventuras de Emilio Salgari, y por esa razón adoraba el nombre del gran amor del protagonista, Lady Mariana, la hermosa y aguerrida «perla de Labuám». A mí me tocó

Jeremías porque ese era el nombre de mi padre; un nombre que él recibió por inercia, tal como prescribía el calendario en los Andes peruanos en los años 40. Mi abuelo, que recibió el de Eleodoro por idénticas razones, no se hizo problemas. Nadie tenía demasiado tiempo para pensar cómo llamar a sus hijos ni por qué.

En verdad yo me debí llamar Raúl. Todos en casa –mi madre, mis hermanas y mi tía–querían que me llamara así porque ese era el nombre del personaje que el galán de la época, Ricardo Blume, encarnaba en «Natacha», la telenovela de moda que hacía llorar a todas las mujeres que me rodeaban. Mi madre en sus primeros años en Lima había trabajado en el servicio doméstico, así que de allí le venía el sueño de que su hijo se convirtiera en un hombre respetable que, además, tuviera capacidad de no perder contacto con el mundo del que ella provenía. Mi papá, en cambio, ansiaba ponerme el nombre de un algún sabio de la antigüedad (Platón o Sócrates eran algunas de sus escalofriantes opciones), pero ante las amenazas de divorcio de mi madre, decidió inscribirme en el registro público con su nombre antepuesto al que ellas habían elegido para mí.

En mi familia extensa, y aun hoy en el barrio de mi infancia, me llaman Raúl. Fui yo el que empezó a dibujar su nombre más extraño, y más largo, en sus cuadernos de colegio y quien le dijo a todos sus compañeros de aula, en la primera clase de primero de primaria, que se llamaba Jeremías. El nombre de mi padre, sí. También el nombre que me alejaba de la mirada totalizante de mamá.

Es inobjetable: nombrar a una persona es una tarea ardua porque implica inscribir en el nuevo ser una posible identidad, proponerle cierto temperamento y brindarle una referencia clave e irrenunciable para relacionarse consigo mismo y con el resto. En un capítulo hermoso de la novela «Raíces», de Alex Haley, se cuenta la manera en que los pobladores de Juffure, una aldea de Gambia, en el África, eligen los nombres de sus hijos. Solo después de que el bebe nace y le muestra su rostro al mundo, el padre tiene una semana para meditar la palabra que lo representará el resto de su vida. Durante ese lapso es usual verlo distraído, mirar durante largo rato las estrellas, concentrarse sin desmayo en un punto fijo. Al final de los siete días, el padre muestra su retoño a la colectividad y delante de todos le susurra al oído la palabra que ha escogido para que el propio crío sea la primera persona en saber cómo se llama. «Tú te llamas Kunta», le dice Omoro Kinte a su hijo. Luego les gritará a todos: «Él se llama Kunta Kinte». Cuando ese mismo niño, ya hombre, sea un esclavo despojado de su libertad y de su nombre en un algodonal de Virginia, en Estados Unidos, se llevará a su hija recién nacida a un escampado de la hacienda y en total soledad, ante una comunidad imaginaria, le susurrará su nombre, que trata de resolver todos sus miedos de hombre y de esclavo: «Tú te llamas Kizzy, le dice. La que nunca se va».

El día en que mirábamos la ecografía y el médico nos dijo de golpe que el bebe que esperábamos era varón, lo primero que llegó a mi cabeza fue la palabra Lucio. La verdad es que no significaba nada y fue exactamente eso lo que me gustó. Cuando me acercaba a la década de los 30 y me pensé por primera vez papá, imaginé varios nombres de varón que intentaban conjurar mi odio, mis humillaciones y mis deseos de revancha. Algunas veces, recordando a Arguedas, pensé en José María; otras, con Túpac Amaru en mente, pensé en José Gabriel. Conforme escribí lo que me tocó escribir y fui desatando algunos de los nudos que llevaba bajo la piel, aquellos nombres dejaron de alancearme hasta desaparecer. Le dije a Mariana la palabra Lucio y le gustó, pero igual anotamos algunas otras. Cuando me enteré de que el nombre significaba «nacido con la primera luz» o «el que porta la luz», me decidí. Empecé a pronunciar ese nombre una y otra vez, hiciera lo que hiciese. Ahora es el segundo nombre de mi hijo.

Porque días después algo milagroso ocurrió. Una tarde, mientras los dos mirábamos el Facebook, vimos la foto de una amiga mía que cargaba a una niña recién nacida llamada Octavia. «Qué nombre más lindo», dijo Mariana. Y luego me confesó que cuando era todavía una adolescente y acabó de leer una novela de Bryce Echenique se prometió ponerle ese nombre a su hija si algún día tenía una. Años después, para cuando se embarazó de Nerea, se había olvidado de la promesa. Qué pena que no tuviéramos una mujercita para cumplirla. Y entonces yo también me apené. Lo que vino después de eso fueron algunos segundos de silencio –dos, quizá tres– hasta que ambos nos miramos a los ojos a la vez. De una forma muy simple, como recuperando algo que desde hacía mucho tiempo nos pertenecía, pronunciamos al unísono el primer nombre de nuestro  hijo. Octavio. Nos reímos. Recuerdo que nos reímos mucho y nos miramos largo rato mientras nos reíamos. El hombre que se guarecía bajo la piel de su madre y que con el tiempo nos completaría y se completaría tenía un nombre. Lo había recibido así, de una forma tan sencilla y serena, en una ceremonia oficiada por tan solo dos personas, sus padres, que no paraban de sonreír.

¿MI NOMBRE INFLUYE EN MI ÉXITO?

«El nombre es el primer regalo o herencia que recibimos de nuestros padres, pero también representa el primer contacto que adopta el ser humano y que condicionará su forma de ser, actuar y conducirse en la vida», señala Marita Escalante, consteladora familiar. «Además –agrega– el nombre nos brinda identidad, representa nuestra fuerza, historia familiar y creencias, es nuestra carta de presentación». ¿Cómo elegir el mejor? Aquí algunos consejos:

• Evita nombres de ex parejas o actores. «El nombre de una ex pareja actuará como vehículo para la trasmisión de conflictos irresueltos. En el caso de los nombres de famosos, podrían generar una pesada carga adicional, ya que se buscará colmar las expectativas que traen consigo».

• Es recomendable no poner nombres de familiares muertos o niños de la familia que perdieron la vida muy temprano. «Los nombres de nuestros ancestros nos vincularán con su vida y nos condicionarán a repetir su historia. Hay que tener en cuenta que quedamos unidos a sus destinos y repetimos inconscientemente aquello que no fue resuelto». Por otro lado, explica Escalante, si elegimos el nombre de algún hijo muerto demostramos negación en aceptar su pérdida y condenamos a nuestro otro hijo a llenar el lugar del que murió y no poder ser él mismo. «El nombre pasa a ser una prisión que limita la libertad y realización personal».

• Tampoco es recomendable usar nombres de santos ya que se puede pretender saldar una deuda pendiente y se puede cargar al niño de sufrimiento y sacrificio.

• Si rechazas tu nombre o tus apellidos y los cambias, perderás la fuerza que trae tu grupo familiar para estar en la vida. «Los apellidos nos dan la pertenencia al clan y si los negamos, esa pertenencia se convierte en debilidad y fracasos a nivel laboral, sentimental y económico».

Según Escalante, nuestro nombre trae consigo el sello personal, la misión de vida, así como los condicionamientos y limitaciones. Concluye que es mejor brindarle un nombre nuevo al niño, uno que no se haya dado a ningún miembro de la familia, de esta manera se le deja libre para que escriba su propia historia sin condicionamientos ni prejuicios.

TÚ NOMBRE, TU DESTINO

• En países como Japón la elección de un nombre trasciende el simple gusto y se inclina hacia la tradición. Los japoneses consideran que el nombre decide el destino del niño y por eso la elección se hace concienzudamente.

• La agregada cultural de la Embajada de Japón en el Perú, Fusae Tsunoda, explica que lo primero que hacen los padres es contar el número de trazos que tienen los kanji (diagrama o caracter chino) del apellido y luego, buscan un nombre cuyo kanji tenga el mismo de número de trazos. Hay libros con los nombres ordenados por cantidad de trazos de kanji y los padres los escogen según su significado.

• Una costumbre bastante arraigada en el país nipón es ir a los templos sintoístas y pedir consejo a los sacerdotes sobre el mejor nombre para el niño. Sin embargo, últimamente los padres prescinden de este paso y priorizan el sonido para no tener dificultades de pronunciación en el extranjero.

• Por norma los japoneses restringen nombres que podrían ser considerados inadecuados (como Akuma, que significa ‘diablo’) y de difícil pronunciación.

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