Genoveva Miranda Campuzano: "Aquí encontré mi casa"
Genoveva Miranda Campuzano: "Aquí encontré mi casa"
Redacción EC

Lizzy Cantú

Tenía 23 años y solía salir a caminar con sus hijos durante el día. No trabajaba porque no tenía con quién dejarlos. Caminaba con ellos cerro abajo para alejarse de su casa, del maltrato, del hambre. A veces llegaba hasta el malecón de Chorrillos y contemplaba la muerte. Hasta que, caminando, un día de 1985 llegó al pampón en Alameda Sur. Iba empujada por la desesperación, como otras mamás que también encontraron en el comedor un refugio. «Llegué pensando que la vida de un pobre era así», dice Genoveva Miranda con elocuencia y urgencia mientras al fondo suenan las ollas del comedor que chocan unas con otras. Aquel día, Edith Bringas le abrió la puerta y le preguntó su nombre antes de dejarla pasar. «¿Quién le dice a una persona que no conoce ‘esta es tu casa’?», pregunta hoy Genoveva Miranda. 

Al entrar, Genoveva se convirtió en voluntaria. A las mamás que llevaban a sus hijos a comer se les pedía que ayudaran en la preparación de los alimentos. «Hemos atendido hasta 700 niños en tres turnos», recuerda hoy con orgullo en medio de las mesas vacías. Aún no es la hora del almuerzo, y la mujer se ha apartado de los fogones –una moderna cocina industrial donada por un benefactor anónimo– para contar algo de lo que sabe de Esperanza y Caridad. Recuerda cuando solo existía el comedor con techo de calamina. Recuerda que las mujeres cocinaban con los niños en la espalda. Recuerda que en este sitio no solo encontró desayuno para sus hijos: «Yo acá tengo mamá, hermanas. A ellas yo podía venir y llorar y decirles ‘hoy día me siento mal’». Por aquellas épocas, apunta Genoveva, tuvieron que ampliar las actividades y hacer una cuna porque cocinaban llevando a los niños en la espalda. «¿Te imaginas si se le caía un niño a la olla?», pregunta Rochi Gazzo. Y una cosa llevó a la otra: los chicos de la cuna empezaron a crecer y pronto hubo necesidad de ofrecerles algo más que comida. Hoy, el hijo mayor de Genoveva, Carlos de Jesús tiene 26 años y otra de sus hijas es contadora. Todos han estudiado aquí en algún momento. El menor cursa el sexto grado y destaca en dibujo. Un futuro muy distinto al que contemplaban antes de llegar aquí. Algunas veces siente nostalgia por la primera época del comedor, cuando hacían excursiones de Navidad con helados y regalos. «Pero yo comprendo. Uno tiene que evolucionar. Lo entiendo y estoy contenta. Estoy bien»

Beba, como la llaman de cariño, dice que le gusta escribir. Algún día quisiera contar la historia de su vida en este lugar. Cada año, por el cumpleaños de Titi Bringas, toma un lapicero y le escribe un poema, una felicitación. En su mente guarda una imagen: «Cuando mis hijos lloraban, les prometía: ‘Un día vamos a tener una casa grande donde no va a faltar comida, donde nadie nos va a pegar y nadie nos va a botar’». Una promesa que el año pasado terminó de cumplirse, cuando Beba se convirtió en la guardiana de primaria. Ella encontró la casa grande que le prometió a sus hijos. Y hoy se asegura desde la cocina, que a más de 400 chicos no les haga falta comida.

Contenido Sugerido

Contenido GEC