Jennifer Aniston puede lucir espectacular, ser una actriz galardonada, una empresaria exitosa, una mujer más que contenta con la vida que se ha labrado, pero nada de eso nos importa. Lo que nos importa es que no ha tenido un hijo. Y de algún modo, eso la hace menos. Eso es lo que le hemos hecho sentir. Y Aniston se siente tan, pero tan cansada de esa mirada metiche y arrogante que ha escrito sobre eso, y quiere que nos quede claro que “estamos completas con o sin pareja, con o sin un hijo.”
El texto enfurecido que publicó “The Huffington Post” esta semana resuena en una cultura en donde todas y todos nos sentimos con derecho a opinar sobre la vida ajena. Sobre todo si se trata de una mujer. Y medimos -y miden- nuestra valía contra estándares imposibles. Ni tener ambiciones ni preocuparse por los demás es un pecado. Son impulsos humanos y naturales. Y, objetivamente, tener hijos es una experiencia tan vital que seguramente quienes no somos madres nos estamos “perdiendo de algo”.
Del mismo modo que se “pierden de algo” quienes jamás salen de la ciudad donde nacieron, quienes deciden -por las razones que sea- no comer carne, quienes eligieron dedicar su vida a Dios en lugar del matrimonio o quienes han optado por nunca lanzarse en paracaídas. Pero hay un matiz que deberíamos considerar y es esa tensión entre el “deber” y el “querer”. Entre el “ser” y el “tener”. Vivimos aturdidas entre los imperativos ajenos y nuestra voz interior.