Andrea Castillo C.
Mónica Carrillo Zegarra no ve el mundo en blanco y negro. Para ella solo existen la luz y la penumbra. Ella misma es dos mujeres a la vez: Oru, el personaje artístico que transforma en poesía y música la memoria ancestral de la diáspora africana, y también es la incansable activista de la lucha contra el racismo de la ONG Lundu. Mónica es el nombre que lleva en una familia donde su madre, su hermana, una prima y una sobrina se llaman Sofía. «Yo soy la primera, la única disidente», dice, y asegura que esa disidencia la lleva también en la cabeza
«Cuando escribo, siento como si en el aire hubiera una energía contenida que, al tomarla y transformarla en poesía y música, me hace una médium entre el pasado y el presente. Mis ancestros son mi inspiración», dice la mujer que creció entre Lima y Chincha, y heredó de su padre la conciencia política. Gracias a él –profesor– conoció la historia oral de El Carmen, y el trajinar de Martin Luther King y Nelson Mandela. A su madre le debe la conciencia poética.
«Me enseñó a recitar a los tres años para que hablara correctamente porque al expresar mis derechos y asumir un rol protagónico podría defenderme del bullying racista en la escuela. Todas las dimensiones de mi vida están vinculadas a mi herencia afro y al hecho de revalorarla, y ayudar a que mi pueblo avance».
Egresada de los claustros de la Universidad Nacional de San Marcos y con una especialización en Derecho Internacional en la Universidad de Oxford (Reino Unido), Mónica ha dedicado la mitad de su vida a un trabajo silencioso que es reconocido fuera de nuestras fronteras. Ella investiga, escribe, canta, baila, hace poemas y teje el futuro con los hilos de la identidad afro.
En idioma yoruba –una matriz cultural de África occidental– Oru significa mañana, comienzo y sol. Mónica lo representa al pintarse la mitad del cuerpo de colores claros cuando sube al escenario. Es una forma de representar su lado luminoso y creativo que, asegura, le da resiliencia para hacer lo demás. «Del otro lado están las penumbras, como la lucha contra el racismo, que es dura, radical y tiene consecuencias como mi autoexilio».
Son penumbras que conoce bien la mujer que fundó Lundu, el Centro de Estudio y Promoción Afroperuano, en el 2001. Ese año, luego de embeber la ideología del activismo por lo afroperuano y del feminismo, participa en la Conferencia Mundial contra el Racismo de la ONU, celebrada en Sudáfrica, donde conoció a Nelson Mandela y se vinculó a una comunidad más global.
Fue en Sudáfrica donde también entiende que lo ‘negro’ es una invención colonial para categorizar a gente de diversas etnias. Entonces volvió a Lima con ganas de crear una organización con sus compañeros de universidad. «Lundu nace como una banda de poesía y música para generar cambios hacia afuera. La idea principal era hacer arte, algo que no siempre está al alcance de los afroperuanos, pues la sociedad a lo máximo pone un cajón en tus manos».
El primer taller llamado Reencontrar Nuestras Raíces, se realiza en El Carmen con una idea política muy clara y aún vigente: que se reconozca y valore el aporte afrodescendiente como un elemento importante de la historia nacional y del éxito de nuestra sociedad.
Lundu ha desarrollado 42 proyectos de todos los tamaños. En el 2008 crea el Observatorio de Medios, que ha analizado doce mil ediciones de medios impresos peruanos para detectar contenidos de discriminación racial y que alcanzó otro nivelun quiebre- cuando Lundu denuncia ante el Tribunal de Medios al personaje “El negro Mama”, de un programa cómico de TV, por estereotipar de esclavos y delincuentes a los afroperuanos. El caso fue ganado finalmente por Lundu y ha sido el primero de esas características en Latinoamérica. Pero antes, Mónica vivió las consecuencias.
«Cualquier persona que podía reconocerme en la calle y verme como culpable de que ese programa cómico haya sido suspendido, me atacaba. Intentaron atropellarme, pegarme, además de recibir llamadas de madrugada durante casi un año. Cuando el racismo y el sexismo se juntan es algo poderoso, te pueden matar. Por eso tuve que irme del país en el 2011»
Mónica ahora vive en Nueva York donde trabaja como activista en dos proyectos a favor de la comunidad afrolatina; y sigue un máster sobre performance, arte y medios interactivos. También experimenta nuevas instalaciones con el tejido a crochet, su pasión desde los 5 años.
«Irme ha servido también para tener esas otras miradas», dice quien viaja por el mundo invitada para dar conferencias, presentar sus performances o realizar activismo antirracismo. En cada viaje –el último, una gira por Escandinavia– la acompaña la foto de Dalia Farfán, su tatarabuela paterna, quien la acuna en sus noches de autoexilio y la inspira. Quizá por eso nada parece distraer de su misión a esta mujer de melena rasta. A sus 34 años y luego de 15 años de labor en favor de los derechos de los afroperuanos, Mónica Carrillo Zegarra sigue batallando por tender puentes de convivencia. Anhela poder caminar por las calles de Lima sin recibir insultos raciales ni sexistas: «¿Por qué si como afro me siento ofendida en mi identidad racial se me tiene que calificar de acomplejada?», se pregunta.
«Para mí es muy difícil tolerar que alguien me diga negra o me insulte, y que eso tenga que ser el estándar por vivir en este país. Yo nunca lo acepté. Si me vas a llamar negra o negrita en lugar de decir mi nombre, me miras con un filtro racial. Alguien dirá ‘pero si te lo digo de cariño’, pero yo no ando mendigando cariño; yo exijo respeto. El cariño se lo pido a mi mamá, a mi papá o a mi amante. ¿Por qué alguien, por el solo hecho de mirarme, me otorga el título de negrita cuando no lo hace con las demás personas? Eso es algo que no acepto».
Consciente del camino que le resta recorrer, Mónica impulsa en Lima un proyecto que dejó listo antes de viajar a Nueva York (de la campaña “Rostros de Violencia, Rostros de Poder”) y ahora se hará realidad con financiamiento de la Cooperación Técnica Española. Consiste en documentar casos e introducir indicadores diferenciados por raza como agravante en los casos de violencia de género. También promueve el censo virtual afroperuano, como preparación para el Censo Nacional de Población del 2017, que incluirá una variable étnica. «Lo que propongo responde a estándares mínimos de convivencia pacífica; tampoco es algo nuevo porque ya se dio en otros países», nos dice quien teje inspirada en la historia de sus ancestros para consolidar libros, documentos y heredar memoria a quienes sigan sus pasos, sobre todo pensando en el Decenio Internacional de los Afrodescendientes 2015- 2024, proclamado por la ONU.
Y no se trata solo del rescate del folclor: «Queremos sacar a la esfera pública nuestro capital cultural y por él me refiero al conocimiento que tenemos, porque detrás de una trenza o ‘dread’ hay una tecnología. ¿Sabías que algunos peinados afro eran en realidad mapas de fuga o de rutas para llevarle alimentos a los esclavos fugitivos? Ibas a otra hacienda y sin hablar mostrabas a otros el camino para escapar de allí o llegar a un palenque, que en Lima hubo varios, y eran refugio de esclavos rebeldes y cimarrones».
Ese conocimiento, añade, también incluye el uso de plantas medicinales o de cómo cocinas una carapulcra o un tamal, entendiendo la comida en su contexto histórico o de intercambio con el mundo andino.
Si en algo cree Mónica Carrillo es en la memoria genética y para heredarla a las nuevas generaciones, ella recurre a Oru, a la poética, y también a la tecnología. Sueña con algún día crear un museo de hologramas de la diáspora afroperuana. Por lo pronto, explora nuevas performances (“Poéticas de la reparación” es su inspiración más reciente).
«Hay aspectos muy racionales que generan resistencia en la gente. ¿Quién habla de las mujeres afro que fueron esclavizadas, usadas sexualmente, que su vientre sirvió para reproducir esclavos? Es algo que se rechaza o no se quiere escuchar, pero si lo transformas en poética y utilizas música, el mensaje llega; quizá no te convenza de algo, pero poco a poco prepara tu psiquis para entender finalmente el mensaje racional y político». Todo es cuestión de tiempo, de trabajo y, sobre todo, de esperanza.