Un adulto que ‘sale del clóset’ puede recibir críticas y causar sorpresa y quizás hasta conmoción entre sus seres queridos. Sin embargo, un adulto es una persona ya con plena responsabilidad sobre sí mismo.
Pero cuando un joven universitario–o un menor de edad– se declara homosexual, los padres primero tienden a preocuparse y sentirse culpables. Se preguntan qué hicieron mal, o temen que su hijo o hija esté siendo manipulado o seducido por amigos inadecuados. Temen que esté en peligro, que se vea expuesto no solo al qué dirán y a las burlas de una sociedad conservadora, sino también a personajes perversos que pudieran aprovecharse y hacerles daño. Y su preocupación es válida, por dos razones.
Primero, la adolescencia es una etapa temprana para tener certezas definitivas sobre la propia identidad, y son comunes las confusiones con respecto a la sexualidad y a quién resulta atractivo para cada quien. Es decir, sí es posible que sus hijos estén probando a ser de distintos modos y que asumirse como homosexuales sea un asunto temporal que con el tiempo pase. También es posible que sea señal de alerta de otro tipo de crisis emocional que habría que atender.
Segundo, los peligros existen y el instinto natural de proteger a sus hijos es saludable. No es justo criticar a los padres que se resisten y dudan, calificándolos a todos de retrógrados que no respetan la sexualidad de sus hijos. Porque sí es posible que ciertas experiencias prematuras los vulneren, o que personas perversas anden al acecho de jóvenes y que ellos se vean expuestos a salir dañados. Es lógico que los padres rechacen, y les asuste, la posibilidad de una nociva iniciación sexual de sus hijos, de cualquier orientación. Porque nadie quiere que su hijo termine sumergido en un universo que dañe su mente, su cuerpo y su corazón.
Es importante aclarar que homosexualidad y perversión no son lo mismo. La perversión es una psicopatología. La homosexualidad es una identidad. Es verdad que existe mucha información contradictoria al respecto, que confunde y asusta a los padres. Pero para muestra un dato: las investigaciones y consensos internacionales decretan que la homosexualidad no es una enfermedad. De hecho la OMS la borró de su lista de trastornos mentales en 1990 y casi veinte años antes había sido eliminada del Manual Internacional de Psicopatología.
Por otro lado, la heterosexualidad no es vacuna contra las perversiones. Hay hombres mayores que abusan de niñas pequeñas, personas que para excitarse necesitan agredir o ser agredidas, muchachos que drogan a sus primas o amigas para abusar de ellas en estado inconsciente. En fin. Las perversiones deben prevenirse, atenderse y denunciarse cuando dañan a otros. Pero la homosexualidad no es una de ellas.
Sepan también que la homosexualidadno se ‘contagia’. Por ser hoy menos tabú que antes, puede dar la impresión de que va en aumento y generar la fantasía de que se puede ‘propagar’. Pero no es así.
La homosexualidad tampoco es una elección, no es una ‘opción sexual’. Quien no es, no lo será ni aunque así lo decida. Y quien es, no dejará de serlo con solo desearlo. La única ‘opción’ que se tiene es ocultarlo o no. Salir del clóset o quedarse encerrados. Pero no se elige, ni se puede imponer, ni evitar.
Si por personalidad o por creencias religiosas te cierras en la idea de que solo deben existir heterosexuales en el mundo, no podrás ayudar a tu hijo en caso de que tenga dudas sobre su sexualidad. Pero si te interesa entenderlo, saber qué le ocurre y cómo lo vive, será importante abrirte y ayudarlo a descubrir lo que en realidad siente sin indicarle cómo pensar, comportarse o responder. Así él podrá aclarar lo que tenga que aclarar, y descubrirá quién es. Tu apertura puede prevenir que se acerque a personas que no lo cuidarían igual que tú. Cuídalo mucho. Que nunca sienta tu rechazo y que siempre cuente contigo. Le guste quien le guste, ame a quien ame, con el cariño incondicional y aceptación de sus padres, puede ser realmente feliz.
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