El 25 de diciembre del año pasado Fabio le dio el mejor regalo de Navidad a su papá. Almorzábamos en un restaurante, conversando sobre la competencia de la noche anterior entre abuelos y tíos por deslumbrar al primogénito de la familia. Mi hijo nos miraba atento sentado frente a nosotros en una de esas sillas especiales. Tenía ocho meses. De pronto dijo: PA-PÁ. Volteamos al unísono. Y lo repitió otra vez. Ya se imaginarán la cara del afortunado. Como para que no quedara duda, se encargó de que Fabio lo dijera unas mil veces ese día.
Durante los siguientes meses fui víctima de bullying: la primera palabra de Fabio no fue MAMÁ. Lo asumí con hidalguía, pero las burlas se incrementaron cuando días después dijo su segunda palabra: EVA. El nombre de su niñera. Recibí la noticia durante el bloque de espectáculos del matinal. El papá de Fabio me llamó muy emocionado para contarme que el vocabulario de nuestro retoño aumentaba precozmente. Recuerdo haberle respondido que no tenía para qué regresar a la casa, nunca más. Que me quedaría a vivir en el canal, donde parecía ser más importante. Lo dije medio en broma y medio en serio.
En el verano Fabio aprendió más palabras y sonidos: Titi, run run, agua. Si veía a un perro: guau, guau. Al mostrarle una vaca: muuuuu. Un león –haciendo con el brazo el ademán de un zarpazo– rgrgrg. Y a cada rato pedía la pelota: ¡Vopaaaa!
A mí me decía Papá. Cuando salíamos a la calle, mi marido decía: «Fabio, qué divertido es salir con Papá, Papá y Eva, ¿no?». Y reíamos. No me quedó otra alternativa ante la situación. Intenté de todo: le mostraba fotos mías, y repetía ¡Mamá! apretando tanto la ‘m’ que parecía que me estaba tragando los labios. Quise explicarle que era como con la vaca, (MUUUUU) pero con AAAAA. Y nada. Más bien parecía disfrutar de mi desesperación. Incluso pensé que le sería más fácil decir «Veo» (Vero). Ya qué importa si me llama así, decía. Pero no resultó. Yo seguía siendo Papá.
Dos semanas antes de cumplir un año lo dijo: MA-MÁ. Al principio creí que dijo PA-PÁ. No sé si porque estaba en shock o quería evitarme falsas ilusiones. Pero Papá y Eva lo confirmaron. Y todos saltamos de alegría. Ahora construye frases: «Mamá allá», «Mamá aquiii», «Mamá ñoñoño» y mis favoritas: «Ay Yios» y «Ay Fabo».
Ya no importa qué dijo primero. Aunque a su papá se le hincha el pecho cada vez que cuenta que lo primero que dijo fue ‘Papa’, yo a Fabio le agradezco muchas otras cosas. No sé cómo ha hecho, pero gracias a él veo todo diferente. No solo me refiero a las nuevas prioridades, por ejemplo ahora ya no me importan las juergas, dormir poco, tararear las canciones de Miss Rosi. Ahora mis ataques de risa, mis mejores fines de semana son con él y lo que antes me hacía llorar ya no me daña. Lo que me daba vergüenza ahora me parece tonto. Lo que antes juzgaba ahora resulta ser menos que una falta. Es que Fabio ha hecho un alboroto en mi corazón.
Hace una semana pasó algo importante en mi vida y en la de muchas otras personas. Lamento no poder dar detalles. Justo cuando meditaba cómo contarles algo sin decirlo y evitar que mi editora me pida que «redondee la idea», me llegó un libro de México. Preciso para lo que tal vez estaba buscando. Es de Angélica Fuentes, considerada por Forbes una de las mujeres más poderosas de Latinoamérica y con quien tuve oportunidad de trabajar hace unos meses para su fundación. Son conceptos universales tal como los entienden ella y otros personajes. Me quedo con su definición de perdón: «Es un acto espiritual de aprendizaje. El perdón llega cuando reconoces que no había nada que perdonar, sino algo que comprender». Solo me queda decir: gracias, Fabio, porque si bien no me regalaste tu primera palabra, cada día me das sabiduría. Con tu sola presencia lo comprendo todo. Eres el mejor regalo de Navidad.