Hoy es uno de esos días en los que hubiera preferido no despertar, pero el calor y los gritos de mi hijo golpeando la puerta del cuarto me sacaron de la cama a las 8:45 de la mañana. Normalmente a esa hora estoy trabajando en el canal, pero hace dos días que no tengo voz y no he podido ir a trabajar. Hace poco les conté que estaba con una faringitis terrible. Un mes después me volvió a pasar y me deprime. Por si eso no fuera poco, ayer tuve que soportar los consejos de todos los preocupados por mi salud y poseedores de la solución a mi problema. ¿Otra vez, Verito? No te estás cuidando. Seguro no comes bien. Haz ejercicios. Toma vitaminas. Miel con limón todas las mañanas. Haz natación. ¿Estás durmiendo bien?
Solo escuchaba, mientras sentía que la parte superior de mi paladar latía cada vez más fuerte. Aunque hubiera querido abrir la boca para pedir que me dejaran en paz, no hubiera podido porque estaba afónica.
¿Creen que me gusta estar enferma? Al contrario, me da vergüenza tener que estar pidiendo permiso en el trabajo. Claro que me cuido, llevo una vida tan sana que hasta aburre: tomo vitaminas. No ingiero cosas frías, menos helado aún en verano. Estoy en un tratamiento para mejorar mi sistema inmunológico, pero en el camino, si algo extraño pasa como estar expuesta a un ambiente con el aire acondicionado muy fuerte, o respirar durante cuatro horas un fungicida, me afecta. Y no, no duermo bien. Hace 11 años me levanto a las cuatro de la madrugada –siempre a oscuras– para ir a trabajar.
Así de molesta me acosté anoche. A las 10 de la mañana con la voz un poco más abierta y lista para llevar a Fabio a su primer día de nido tuve una discusión familiar sobre si debemos operar a mi abuela de 90 años por una fractura en la muñeca. Mi hermana y mamá eran de un bando y yo, del otro. Mi abuela se cayó hace dos semanas y por la osteoporosis que padece, sus huesos no sueldan con yeso. Mi paciencia estaba desgastada.
A las 11 y 20 llegamos al nido. Fabio se portó muy bien, aunque solo mencionaba a su niñera y me hizo sentir invisible. A la una de la tarde lo dejé en la casa para que almuerce y así poder ir a algún lugar tranquilo a escribir. Aún no me sentía del todo bien de la garganta. Veo mi WhatsApp y leo que la empresa de seguros ya había aprobado el presupuesto del taller para que arreglen mi auto.
El lunes antepasado tuve un choque horrible. Mi carro quedó inmóvil en medio de la pista y toda la parte derecha destruida, parte de mi auto quedó en la berma central. Estuve en la comisaría y en la clínica. La escena fue para el olvido.
Al final, el seguro aprobó solo parcialmente la cobertura. Porque según ellos «no todo lo registrado obedecería al siniestro». Ya imaginarán mis conversaciones con el taller y la aseguradora. Mi voz pagó pato.
El balance: llegó el momento de delegar funciones. Eso de la supermujer que hace todo, no va conmigo. Me estresa tener que cumplir con ese encargo social. La verdad no tiene nada de malo decir «no puedo, ayúdenme». Lo siento si me vuelvo a enfermar, pero pensar todo el día en que pueda suceder es peor. Amo mi trabajo y si falto es porque mi cuerpo no da más. Que mi marido se encargue del carro y la aseguradora. Que mi mamá decida qué hacer con su mamá y yo la apoyaré. Y si Fabio quiere jugar con su niñera, está bien. Tal vez podría usar esos momentos para dormir.