La primera vez que usé zapatos de taco alto estaba nerviosa. No era una reunión bailable con los patas del cole, sino un tono de verdad que incluía chicos mayores de edad tomando cervezas y los extintos «lentos» [baladas]. Era el quinceañero de una compañera de segundo de media que había repetido de año. Yo estaba en las nubes.
Nunca antes me había comprado un vestido de fiesta. Elegí uno que combinara mis colores favoritos: el rojo y el negro. Tenía bobos a la altura de los hombros, como mandaba la moda de la época y terminaba cinco dedos arriba de la rodilla. Mi mamá me llevó a una peluquería para que me peinen y maquillen. Recuerdo que cuando me vi en el espejo salí corriendo del local directo a la ducha de mi casa a sacarme todo. No me reconocí: nunca me han quedado los peinados tiesos y el exceso de sombras. Solo me puse delineador y lápiz de labios. Ahí empezó mi relación tensa con los salones de belleza.
Pero el tema, los días previos al evento, había sido cómo aguantaríamos toda la noche bailando con unos zapatos tan altos. Entre amigas habíamos pactado usar taco cinco. A pesar del dolor terrible al día siguiente en la planta del pie, me encantó usar esos zapatos. Me sentía tan alta, mis piernas se veían estilizadas. Tuve la ilusión de ser grande.
Ahora me río porque esos tacos son nada comparados con los que hoy llevo. En una zapatería siempre pido «los más altos, por favor». Es una de esas torturas femeninas a las que ya me acostumbré y que ahora disfruto. El negro y el rojo siguen siendo mis colores favoritos y los vestidos aún los prefiero cortos. Es mi estilo.
Un estilo que tuve que poner en pausa cuando esperaba a Fabio. De hecho una de las cosas que más me molestaban durante el embarazo era no poder usar tacos, ni minifaldas. No porque no pudiera o me incomodaran sino porque en el séptimo mes cualquiera hubiera confundido mis pies con los de Margarito Machaguay, el hombre más alto del Perú. Además llega un momento en el que la barriga te impide mantener las piernas cerradas. Así que debía usar leggins y hawaianas.
Imaginé que luego de dar a luz regresaría a mis tacazos y minis, pero no fue así. Jugar con un niño, cargarlo, especontrolar sus berrinches, perseguirlo en el parque, cambiar un pañal con una mano mientras balanceas la mochila de su ropa con la otra y hacerlo montada en unos zapatos taco 15 es, digamos, complicado.
Es difícil entender los cambios que vienen con la maternidad. Son mucho más que malas noches, como dicen las abuelas. Sentía, por ejemplo, que los fines de semana pasaban volando, que me quedaba sin hacer algo, que el tiempo corría y yo estática sin poder detenerlo. Pero los asuntos trascendentales como el paso del tiempo se sumaban a otros detalles, igual de importantes para mí: un perpetuo uniforme de fin de semana compuesto de zapatillas y jeans. Todo me hacía sentir una verdadera choclona avejentada.
La semana pasada, Fabio tuvo tres santos infantiles y me acaba de llegar la invitación para uno el próximo sábado. Ahora me voy dando cuenta de que mis eventos sociales son las matinés. Así que la última vez decidí volver a mis tacos. Usé unas botas con plataforma taco siete para no arriesgarme a quedar clavada en el pasto. Además me puse un vestido corto, negro, como me gusta. Cuando comencé a corretear a Fabio, a cargarlo para que le agarre la nariz a Mickey Mouse, a acuclillarme para darle gelatina, sentí las miradas de otras mamás. Esa tarde me sentí plena, absolutamente feliz, como después de aquel primer quinceañero. Veía la cara de emoción de Fabio llamando a Minnie: ¡NIÑAAAA! A unos pasos su papá con un babero gigante viendo que su hijo de 19 meses es fiestero y mamá vistiendo como siempre, a su estilo. Creo que debemos hacer todo lo posible para seguir siendo nosotras en cada contexto que enfrentemos y no al revés. Es cuestión de acomodarse.
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