Carlos y Pamela se conocieron antes de cumplir 30. Él era mayor que ella: robusto, moreno y fuerte. Un hombre alegre, apasionado con su trabajo. El clásico limeño que disfrutaba de jugar fútbol con sus amigos un par de veces por semana. Ella era una linda chica menuda, risueña y tierna. Lo tenía embobado y se enamoraron perdidamente.
La relación continuó y siguieron de la mano y felices hasta que se comprometieron. La suerte parecía acompañarlos a todas partes. Literalmente: fueron esos suertudos que salieron ganadores en el sorteo de un auto. Esos que sonríen en las publicidades y a veces dudamos si existen. Carlos y Pamela eran ellos. Vendieron el auto y con eso pagaron la cuota inicial de su departamento.
Con el paso del tiempo, comenzaron a surgir algunas dificultades, que al principio no parecían tan importantes: un desacuerdo por aquí, una discusión por allá, una lágrima, un reproche. Aumentaron las peleas y el descontento, sumados a la tristeza y frustración de que no conseguían tener hijos.
Era extraño pensar que las cosas podrían empeorar: el cariño que se tenían era sólido y público, habíamos testigos de todo ello. Pero tanta desesperanza desembocó en una inesperada ruptura, que terminó en un divorcio amargo. Vendieron el departamento y se dividieron el dinero. Parecía no quedar nada de todo lo que habían construido juntos.
El día en que firmaron el último papel de divorcio, se fueron a almorzar. La suerte quiso que, como en una película, lo pasaran genial. Se divirtieron, se miraron a los ojos, volvieron a gustarse. Y se comenzaron a querer de nuevo. En ese mismo momento comenzaron a salir otra vez. Desde ahí no volvieron a separarse.
Pero esta vez no dieron nada por sentado. No asumieron que se trataba de un regalo del destino ni de la suerte. Acogieron y valoraron el amor con el que se sentían bendecidos, e hicieron todo lo que estuvo en sus manos por cuidarlo. Fueron poco a poco, comenzaron de cero, compraron todo de nuevo, acudieron a terapia de pareja, y se atrevieron a entregarse por completo y a arriesgar el corazón otra vez. Valía la pena.
Carlos y Pamela se volvieron a casar el uno con el otro. Y ella pronto salió embarazada, dos veces. Hoy por hoy han llegado a un hermoso momento de sus vidas: bordean los cuarenta, tienen dos niñas adorables y son una hermosa y feliz familia, que disfrutan a plenitud.
Quienes los conocemos y seguimos la historia de cerca nos hemos conmovido con cada capítulo. Nos alegramos de su inicio, nos dolió su ruptura y nos desconcertamos y sorprendimos cuando decidieron volver a empezar. Algunos fastidiaban a Carlos con «haber tropezado con la misma piedra», como dice la canción. Pero siendo testigo de su inmensa felicidad y la luz con la que los cuatro brillan en la foto familiar, lo que nos queda es aprender del enorme coraje que tuvieron de volver a creer en ese amor que parecía haber comprobado no funcionar. Y tuvieron razón.
Ellos se permitieron que su corazón fuera más grande que su orgullo. El resentimiento no ganó. Ganó el amor. Quizá al comienzo no estaban listos. Quizá tampoco podemos decir que se equivocaron. Quizá esto es lo que tenía que pasar para que descubrieran cuánto se querían y cómo había que lucharla. No hay fórmulas para el amor. Pero ellos lograron algo muy importante: no fue uno quien convenció al otro sino que ambos se reencontraron y reconocieron lo especial del amor que sentían, se remangaron, se convirtieron en equipo y lo dieron todo. A tamaña entrega, tremenda recompensa.
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