Nuria Saba tiene dos pasiones en la vida: la música y los perros. Cuando no está componiendo baladas o cantando frente a un auditorio, lo hace frente a sus más fieles fans: Max, Luna y Wiro.
Estos tres perros son más que seres peludos de 4 patas para ella, de hecho sus historias son lo que le ponen el toque especial a cada uno.
Sentada en la sala de su departamento con un perro a un lado y dos al otro, Nuria empieza a narrar sus aventuras con Max, su primer caso de rescate.
“Todo empezó con el ‘post’ de un perro que vivía en el Callao, decía que lo iban a sacrificar porque lo había atropellado un carro y nadie lo quería. Tenía las patas rotas y parecía viejo, se llamaba Peluchín. Me pareció horrible el nombre, pero me dio pena el perro. Así que le pedí a mi mamá para ayudarlo y felizmente respondió ‘ya bueno, pero solo lo cuidaremos hasta sanar sus patas y le buscaremos a alguien que lo adopte. Y como está viejito, le daremos calidad de vida en sus últimos años’. Ella incluso le compró pañales, pero cuando llegó al depa resultó que no tenía 9 ni 10 años de edad como creíamos, sino 3 años, y encima su pata había soldado mal. Igual nos quedamos con él y adora a mi mamá, ella es el amor de su vida pues hizo un muy buen trabajo con él”, cuenta Nuria.
Después de Max, Nuria recogió a varios perros de la calle y tuvo la suerte de conseguir personas dispuestas a darles un hogar permanente, hasta que apareció Luna.
A mediados del 2016, Nuria tuvo que llevar a un perro rescatado a una clínica veterinaria por la Avenida Aviación. Fue por ahí que vio cómo un hombre pateaba a una perrita.
“Me dijo que el vecino se había mandado mudar y que la había dejado abandonada en el ático de su anterior casa. Este hombre la acogió, pero la perrita no dejaba de llorar, lo que lo hacía perder la paciencia y patearla”, recuerda Nuria. “Sin pensarlo, la cargué, la subí a mi carro y la llevé a casa. La pobre estaba tan estresada que me destruyó las paredes. Resultó ser sorda de un oído y tener serios problemas gastrointestinales porque de la desesperación por escapar de su encierro y conseguir comida, se había tragado pedazos de pared de su casa anterior. Era una perra muy ansiosa cuando la rescaté, ahora ya está mucho más tranquila y confiada. Lo bueno es que es joven”, agrega.
Mientras Nuria nos iba contando estas historias, Wiro hacía su mejor esfuerzo por llamar la atención a punta de ladridos.
Él es el perro más joven de esta manada. Nuria lo encontró en junio de este año cerca a la puerta de su edificio. Había estado siguiendo a un obrero de una construcción vecina y a ella le dio pena porque pese a que lo ahuyentaba, el perro no se iba”, recuerda Nuria.
El plan con él sí era darlo en adopción responsable. Siendo cachorro el reto se veía más fácil, además su mamá le había advertido ‘pobre de ti que se quede en la casa’.
“Las primeras 2 noches lo tuve en una clínica veterinaria porque mi mamá no quería dejarlo entrar al departamento, pero a la tercera noche le lloré y ella aceptó. Le prometí que conseguiría a alguien que lo adoptara y estuve cerca, pero el interesado resultó tener una relación abusiva con su pareja y decidí no dejarlo en ese ambiente. Le conté la historia a mi mamá y Wiro se terminó quedando con nosotras. Ya nos encariñamos con él, ya no puedo dejarlo”, dice Nuria.
Con Wiro, ella jamás podrá decir que no tiene ni perro que le ladre.
Igual Nuria es consciente que no puede quedarse con todos los perros que recoge. Un ejemplo es Argos, quien terminó siendo adoptado por la familia de su enamorado. Otro buen ejemplo es el de una perrita que la tenía en un albergue, pero no comía porque otros perros le quitaban su comida. Ahora está en un temporal con una chica que tiene máximo 7 perros en una casona vieja de Barranco con buen jardín.
¿Qué la lleva a interrumpir su rutina, a exponerse a que la muerdan, a gastar lo que no tiene, todo por darle bienestar a perros callejeros? Para Nuria es una cuestión de respeto y compasión.
“Siento que necesito ayudarlos. Al verlos mal, yo me pongo mal y he llegado a la conclusión de que me identifico con esa inocencia de no entender por qué los patean o los abandonan, de no saber por qué están como están. Me da pena, y lo mismo me pasa con los niños. Mi abuela, que vivió en campos de concentración, también tenía esta cosa con los niños y los perros”, explica Nuria. “Aunque aquí la clave está en saber manejarlo porque si no terminas queriendo salvar el mundo en lugar de hacerte cargo de ti misma y al final haces más daño que bien. Hay que saber poner límites, hacerlo de manera responsable”.