La invasión de Lima, una pesadilla que cumple 130 años
Este 13 y 15 de enero se cumplen 130 años de las batallas de San Juan y Miraflores. En ellas se enfrentaron los ejércitos chilenos y peruanos (y buena parte de los civiles limeños), en una etapa decisiva de la llamada “guerra del Pacífico” (1879-1883). La fecha amerita el esfuerzo de recordar algunos detalles de esos momentos críticos para nuestra capital. Tuvimos que aceptar la derrota, pero hubo decisiones que bien pudieron tomarse a tiempo o con mayor responsabilidad. Sin embargo, las lecciones de heroísmo estuvieron a la orden de esos aciagos días.
La campaña en el sur peruano, entre 1879 y 1880, y a pesar de la gesta heroica de Grau y Bolognesi, significó una rotunda derrota. Las fuerzas chilenas asumieron entonces el reto de llegar a la capital ese verano de 1881. El sol quemaba las entrañas, no solo por las altas temperaturas, sino también porque el pueblo peruano sentía el ardor y el dolor de ver su tierra invadida en el sur, acosada en el norte y ahora amenazada en Lima.
Uno de los puntos claves que agravaron los efectos de la invasión, fue la desorganización de los servicios de auxilio, como el de la Cruz Roja Peruana (CRP), que se había fundado hacía apenas dos años, en 1879, pero había demostrado eficiencia. Pese a ello, la pésima gestión de las autoridades políticas impidió que se salvaran muchas vidas de civiles y militares.
La previa bélica
En dos años de funciones, la CRP tenía una pequeña pero valiosa organización médica, fogueada en la guerra, y con cientos de voluntarios, especialmente mujeres de todas las condiciones sociales que dieron su tiempo y bienes en ayuda de la institución humanitaria.
En Lima, hasta antes del gobierno de Nicolás de Piérola, la CRP había asumido la responsabilidad del hospital de sangre de Chorrillos, y estaba por asumir también el hospital de Santa Sofía, a las afueras de la capital, cuando el gobierno prescindió de su apoyo, dándole el encargo al cirujano en jefe del ejército, el doctor José Casimiro Ulloa. Pese a ese desaire, la institución continuó apoyando la labor de Ulloa en Santa Sofía.
Es en estas circunstancias que las tropas chilenas llegaron a las puertas de la ciudad. El presidente Aníbal Pinto, reacio en un comienzo a la osada expedición, decidió finalmente tomar Lima como medida estratégica puesto que era consciente de que prolongar la guerra no los beneficiaría.
Siendo el Perú un país centralista, conquistar la capital podía asegurar la victoria final, y en realidad así fue, al margen de la valerosa acción de las huestes patriotas lideradas por Andrés A. Cáceres, quien resistió hasta el final de la guerra en la sierra central.
Eran 22 mil hombres, entre militares y civiles, quienes estaban dispuestos a defender Lima. Los chilenos, que ya habían saqueado y agredido gran parte de la costa central y norte con el capitán Patricio Lynch a la cabeza, llegaron desde el puerto de Arica con una gran armada, y decidieron esperar al sur de la capital.
Desde noviembre desembarcaron los enemigos en Pisco, y luego en diciembre el grueso de las tropas chilenas, bien equipadas y con excelente auxilio médico, llegaron a Lurín: era la fuerza principal de 16 mil hombres. En total, asaltaron la capital más de 27 mil soldados. Todos los limeños los esperaban casi a las puertas de la Ciudad de los Reyes. Una pasividad que nos costó miles de vidas.
La CRP atada de manos
Mientras los chilenos pasaron el año nuevo ocupando Lurín, en Lima se vivían horas de máxima tensión. Todos los combatientes peruanos avistaban el sur, como esperando una ola de fuego en sus cuerpos entregados a la muerte. Y todo esto tenía una razón. Y es que no solo era la desesperación por la falta de apoyo logístico y militar y la necesidad de recurrir a los civiles -valientes pero con poca experiencia-, sino también la desorganización institucional.
Un ejemplo de ello fue lo que ocurrió con la CRP. El Secretario perpetuo de la organización, Carlos Sotomayor, denunciaría ante la Tercera Conferencia Internacional de la Cruz Roja, en Ginebra (1884), las irresponsabilidades del gobierno de Piérola en materia de servicio médico para los defensores de la capital.
Las ambulancias militares, declaró Sotomayor, “dejaron mucho que desear” y sobre todo denunció la inexplicable medida de la Prefectura al ordenar alistarse obligatoriamente en el Ejército de reserva a todo el personal de la CRP. El resultado: médicos, enfermeros, practicantes y empleados no pudieron cumplir con su deber de auxilio, tan vital en esa coyuntura militar.
El propio Sotomayor fue alistado, en la batalla de Miraflores, como soldado del cuarto Batallón de Reserva, y fue él quien luego lamentaría, principalmente, la desactivación de la Ambulancia Lima, una de las más completas de aquellos tiempos y formada por el personal de las cuatro ambulancias venidas del sur.
Que se sepa bien: no hubo ambulancias civiles en las batallas de San Juan y Miraflores. Y todo esto porque el gobierno de Piérola suprimió, por medio de un decreto prefectural, ratificado luego por un decreto supremo publicado en El Peruano, el 2 de octubre de 1880, la Junta Central de Ambulancias de la CRP.
En la línea de San Juan
Para muchos especialistas, las batallas de Lima fueron de las más infaustas en bajas humanas, pérdidas materiales y movilización de tropas que hasta ese momento se había visto en el continente americano.
Según estudios, había 16 mil soldados peruanos traídos del centro y norte del país, puestos en las manos experimentadas del gran Andrés A. Cáceres. Pero ante la evidente superioridad chilena, se hizo un llamado general que, por supuesto, tuvo una respuesta masiva en más de 6 mil ciudadanos, los verdaderos héroes de aquellas dolorosas jornadas.
Estos 6 mil valientes tuvieron que “formarse” militarmente en pocos días, y quedaron para la defensa, tanto en el Ejército de línea en San Juan, como en los reductos en Miraflores.
Las fuerzas chilenas, al mando del general Baquedano, atacaron de frente, en la línea de San Juan, y no como se temía por la senda de Ate, más hacia el lado izquierdo de la defensa. La noche del 12 de enero fue cómplice de la soldadesca sureña, a la que sus jefes habían prometido saqueos y orgías en el balneario de Chorrillos.
La División de Lynch se dirigió a Chorrillos, donde estaba Miguel Iglesias; la de Sotomayor a San Juan contra Cáceres; y la de Lagos hacia los cerros de San Francisco y El Cascajal, en el flanco izquierdo, que defendía Pastor Dávila. El tal Lagos fue el de la infeliz frase: “Hoy no hay prisioneros”.
La mañana del 13 de enero la inmortalidad llegó a San Juan. Alrededor de 40 mil soldados en guerra plena. La batalla duró desde las cuatro y media de la madrugada, hasta las dos y media de la tarde. Diez horas de lucha continua. Solo en San Juan murieron 6 mil peruanos, y hubo más de 4 mil heridos. El Morro Solar y el cerro Marcavilca se tiñeron de sangre.
Los chilenos también sufrieron serias bajas en esta primera batalla. Según se calcula habrían sido 4 mil muertos y cientos de heridos. Aunque, según cifras oficiales chilenas, el número de bajas solo fue de mil 873 muertos. Un cuadro fatal era el de decenas de soldados peruanos y chilenos, muertos uno al lado del otro, ensartados ambos por la filosa punta de sus bayonetas, nos cuenta el historiador Herman Buse, en las páginas de El Comercio, en enero de 1981.
El saqueo e incendio de Chorrillos, indica Buse, se cumplió contra todo pacto de honor militar y humanitario. Pese a la reacción peruana con Cáceres a la cabeza, la soldadesca invasora se impuso desbordándose luego en robos y agresiones a la población indefensa esa noche del 13. El 14 se repusieron y avanzaron hacia su otro objetivo: los reductos de Miraflores.
El 15 de enero fue la otra épica, en la que, al parecer, murieron más civiles que militares. Las autoridades peruanas y extranjeras creyeron en una tregua pedida por Chile, que solo ganaba tiempo para reorganizarse. Y así, engañando astutamente al dictador Piérola que almorzaba en una lujosa casa miraflorina, empezó el bombardeo desde el Cochrane y el Huáscar, dominado por el enemigo.
Miraflores: la batalla final por Lima
Los reductos desconectados unos de otros, la artillería y el material bélico limitados o sin renovación, y la absurda medida de colocar cañones en la cima del cerro San Cristóbal, a casi 20 kilómetros del ataque chileno, dieron las señales de la derrota y de la entrega de Lima. Pero no les fue del todo fácil a los agresores.
Diecinueve batallones de reservistas integraron cinco divisiones, las cuales llegaron a formar dos Cuerpos de Ejército. En estos reductos, separados un kilómetro entre sí, había profesionales como abogados e ingenieros, y gente de oficios diversos como artesanos o tipógrafos. Pero también abundaban maestros universitarios, quienes murieron o vieron morir a sus discípulos, aquellos jóvenes que solo pensaron en defender su ciudad, su país, de las huestes enemigas.
En la bajada de Armendariz, a la altura de la Iglesia de Fátima, en la línea del ferrocarril hacia Chorrillos, en la hacienda La Palma, estaban algunos de estos heroicos reductos. “Tenían forma de media luna y se componían de un parapeto de tierra aplanada, como los describe el general Dellepiane, con el agregado de bolsas o sacos del mismo material; dos metros de altura y un espesor de cinco, o poco más”, dice Buse.
En medio de la improvisación y el desorden, hubo muchos reductos que no entraron en batalla. Algunos estiman en miles los reservistas que no lucharon por falta de planificación militar. En uno de esos reductos inactivos estuvo nada menos que el escritor Manuel González Prada.
La batalla empezó a las dos y cuarto de la tarde, y terminó a las seis. Nuevamente las tres líneas de combate chilenas (Lagos, Lynch y Sotomayor), por el lado del mar, otro por La Palma y La Calera de la Merced, y el último por el lado más izquierdo de la resistencia. Ni los cañones de la flota chilena diezmaron el ardor patriótico de los peruanos. Militares y civiles juntos, a pesar de las falencias, dieron clase de honor y valor al envanecido ejército chileno.
Dos mil invasores murieron ante la defensa peruana, más que en San Juan, esto debido a la confusión de los propios chilenos que no contaban con tan aguerrida defensa. El historiador Jorge Basadre estima que las pérdidas peruanas no bajaron de tres mil esa tarde endemoniada. Pero casi 4 mil sobrevivieron a la hecatombe.
Otra vez el incendio, el saqueo y el odio se apoderaron del invasor. Lima entregó sus llaves con sangre, sudor y lágrimas, pero con honor y valentía.
En tanto, el dictador Piérola, ante la inminente derrota, cabalgó presuroso hasta el centro de Lima, subió por las laderas del cerro San Cristóbal –donde vio los cañones inútiles que mandó colocar- y se “encaminó” gallardamente a las serranías de Lima pasando por Carabayllo. Luego lo veríamos en otras circunstancias más políticas que guerreras.
Así fueron estas batallas históricas que soportó Lima hace 130 años exactamente, y que recordamos con impotencia, pero también con orgullo. Es parte de la historia, y de la memoria de todas las generaciones de peruanos y peruanas.
(Carlos Batalla)
Fotos: Archivo El Comercio