Mi entrada a la corresponsalía de guerra se dio por pura casualidad. Estaba haciendo un curso de religiosidad en Oriente, en Taiwán, cuando la editora de Mundo, Virginia Rosas, me propone la cobertura en Afganistán. Sentí una gran responsabilidad, me parecía muy interesante que pensaran en mí, una mujer, para cubrir una guerra.
Llegué a Pakistán en setiembre del 2001, unos días después de los atentados contra las Torres Gemelas. Nadie podía entrar a Afganistán porque los talibanes aún tenían el poder, así que estuve varios meses viviendo en la ciudad fronteriza de Peshawar. Fue muy importante trabajar en equipo desde el principio. Pensamos en cómo podíamos hacer una cobertura que se diferenciara del resto y estaba claro que el eje tenían que ser las historias humanas, contar la guerra a través de las víctimas, de los desplazados, porque una guerra no son solo números. La figura en Iraq, en el 2004, fue parecida, solo que esa vez teníamos más experiencia.
Cuando tú llegas con esa misión, pones tus miedos de lado porque tus responsabilidades marchan adelante. Pero después, cuando vuelves a tu casa, empiezas a tener recuerdos, algunos de ellos muy hermosos, pero otros son muy duros, como el ver a tantos niños solos y con las miradas llenas de odio. Mucho después del fin de la guerra he despertado llorando en medio de la noche, sin razón aparente. Me ha costado muchos años.
También recuerdo cómo, por ser mujer, yo era invisible para las autoridades, nadie me respondía, ni siquiera me miraban. Pero también tuvo sus ventajas. Gracias a ser mujer pasé desapercibida, tenía una apariencia inofensiva y entonces los pobladores varones no tenían ningún reparo en que yo me acercara a sus esposas y a sus hijas. Una escena que me marcó muchísimo pasó cuando una señora me pidió que cargara a su bebe para tomarnos una foto y luego se fue corriendo. Lo que ella quería era salvar a su criatura, pensaba que si me dejaba a la niña, yo podía sacarla de ahí. Esa experiencia me hizo ver cómo muchas veces vemos al otro desde nuestros propios valores, pero no tenemos esa capacidad de entender qué está pensando ese otro, ese “distinto” a nosotros.
Yo ingresé a El Comercio en 1994 y nunca me fui del Diario. Fue ahí que me hice periodista. Ahora escribo columnas y sigo colaborando. Mi agradecimiento en esta vida y en todas las que vienen es para El Comercio, porque me enseñó el compromiso con la noticia.