Por José-Carlos Mariátegui
Existen muchos tipos de historias. Algunas son grandes relatos oficiales; otras surgen a partir de sucesos que parecen insignificantes o curiosos pero que con los años se transforman en mitos, en escándalos, que la gente cuenta y difunde y que marcan de alguna manera el espíritu de una época. Esta es una de esas historias.
Hoy se cumplen cien años del escándalo que se originó en la madrugada del 5 de noviembre de 1917. Un grupo de jóvenes periodistas, motivados por la aventura, propiciaron la interpretación de la bailarina Norka Rouskaya de la “Marcha fúnebre” de Chopin en el Cementerio General de Lima Presbítero Matías Maestro, en los Barrios Altos.
Para contextualizar el hecho tenemos que retroceder un año más, a los primeros meses de 1916, cuando arribó a Lima la artista española Tórtola Valencia para presentarse en el Teatro Municipal. Ahí, junto con otras interpretaciones, ella presentó la “Marcha fúnebre”. Guillermo Rouillon menciona que, en una de las cenas que solía tener Valencia con sus admiradores —entre ellos José Carlos Mariátegui y César Falcón—, comentó que en cierta ocasión había interpretado una danza gitana, con música de Granados, en el retablo del altar de la iglesia de los Caballeros de San Juan de Letrán, en España. La sola idea de representar una acción similar en Lima encendió la curiosidad de los periodistas, quienes invitaron a Tórtola Valencia a realizar un acto similar en el Cementerio General de Lima, pero ella se excusó por falta de tiempo. Sin embargo, ambos jóvenes se quedaron con la ilusión de propiciar algo parecido en la ciudad.
El 17 de octubre de 1917, la llegada a Lima de Norka Rouskaya —pseudónimo artístico de la bailarina suizo-italiana Delia Franciscus— tuvo gran repercusión en la prensa local. Este Diario publicó una nota en la que detallaba sus presentaciones en el Teatro Municipal, donde interpretaría obras de Schubert, Mozart, Chopin, Saint-Saëns y Beethoven. El antropólogo estadounidense William Stein señala que fue durante un almuerzo en La Magdalena, ofrecido por un grupo de periodistas y admiradores de Rouskaya (entre los que estaban José Carlos Mariátegui y César Falcón), cuando le plantearon la idea de interpretar la marcha en el cementerio. Esto fue tomado con mucho entusiasmo por la bailarina, quien hizo reminiscencia del alto espíritu artístico de una acción similar llevada a cabo por Isadora Duncan en el Pere-Lachaise de París.
Mariátegui y Falcón se comprometieron entonces a gestionar los permisos necesarios para la visita nocturna al panteón. Se dice que las autoridades de la Sociedad de Beneficencia de Lima aceptaron el ingreso debido a la insistencia de los jóvenes periodistas, quienes les explicaron que la urgencia y el particular horario se debía a que la bailarina debía partir de Lima al día siguiente.
Era cerca de la una de la mañana del 5 de noviembre cuando Norka Rouskaya, su madre, César Falcón, José Carlos Mariátegui y Luis Cáceres (primer violinista de la orquesta del teatro Colón) ingresaron por la puerta principal del cementerio. Fue Juan Valega, administrador del camposanto, quien les abrió las puertas y los acompañó en este lúgubre recorrido.
Luego de pasear entre las tumbas, el grupo se detuvo en la avenida principal, frente al monumento al mariscal Ramón Castilla. Entonces, Cáceres sacó su violín y comenzó a ejecutar la “Marcha fúnebre” de Chopin. Se encendieron unas velas y apareció Rouskaya, apenas cubierta con una túnica, en lo alto de la gradería. Al compás de la luctuosa música, el cuerpo de la bailarina se dobló sobre sus rodillas y su cabellera le cubrió totalmente el rostro. Por un instante, parecía ser una de las adoloridas estatuas del camposanto. El señor Valega, desconcertado por lo que estaba ocurriendo, protestó ante los organizadores y puso fin a la danza. El acto no duró ni un minuto pero el escándalo impactó tanto en la anacrónica sociedad limeña de inicios del siglo XX que marcó un antes y un después en la ciudad.
Al poco rato, el prefecto de Lima fue notificado de lo sucedido y se dirigió inmediatamente al cementerio. Sin embargo, los participantes de lo que fue calificado como una “profanación” de un lugar sagrado ya se habían retirado. No pasó mucho tiempo para que fueran detenidos por las autoridades. Norka Rouskaya y su madre fueron intervenidas en la puerta del hotel Maury, donde se hospedaban, y las conducieron al convento de Santo Tomás, donde operaba la cárcel de mujeres. En el presidio estuvieron incomunicadas y al cuidado de estrictas monjas dominicas. Los organizadores del escándalo, Mariátegui, Falcón, el violinista Cáceres y Juan Vargas Quintanilla, de la Beneficencia, fueron citados a la prefectura esa misma mañana, y ahí fueron detenidos y conducidos a la cárcel de Guadalupe.
Con el correr de las horas, el rumor se expandió por Lima. La gente calificó el acto como una profanación a los muertos, se exageraron sus dimensiones, y el escándalo creció. El frustrado evento artístico-fúnebre, que en otro contexto hubiese tenido una repercusión menor y hubiera caído pronto en el olvido, tuvo más bien un efecto mediático expansivo.
En la edición de la tarde de El Comercio, Luis Varela Orbegoso (Clovis) escribió un duro artículo contra sus compañeros periodistas con el siguiente titular: “La profanación del cementerio […] Cómo bailó Norka Rouskaya […] Se burlan las órdenes del inspector del establecimiento”.
La Prensa, por su parte, publicó una entrevista a García Irigoyen, inspector del cementerio, en que menciona: “...se me anunció la visita del señor Juan Vargas Quintanilla, oficial primero de la secretaría de la Beneficencia, quien presentándome al señor Carlos Mariátegui (sic), me rogó concediera permiso para que Norka Rouskaya pudiera visitar de noche el cementerio, con el objeto de llevar de Lima una impresión original”.
En la ciudad no se hablaba de otra cosa; en la tarde el debate en la Cámara de Senadores estuvo centrado en “el asunto del Cementerio de Lima”. Uno de los representantes, el señor Alejandro Vivanco, manifestó que el prefecto no debía continuar en el puesto y solicitó que fuera sometido a juicio. La Unión, el diario arzobispal, condenó el incidente con un título efectista: “La degeneración actual”.
El 6 de noviembre, los periodistas fueron liberados y, con sus declaraciones, algunos medios dejaron el sensacionalismo y comenzaron a reflexionar en torno a lo ocurrido. El diario La Crónica, dirigido por Clemente Palma, se preguntaba si lo que había ocurrido era arte o profanación. Obviamente, los estamentos más conservadores de Lima dramatizaron más el asunto y amenazaron con retirar a sus muertos del lugar si la sanción no era extrema. El Tiempo, en cambio, dirigido por Pedro Ruiz Bravo y de línea “anticivilista y antipartidista” —ahí laboraban, además, Mariátegui y Falcón—, salió en defensa de sus periodistas.
Tan pronto como Mariátegui fue liberado, trató de rectificar su imagen pública y aclaró que fue él, junto a Juan Vargas Quintanilla, quien solicitó el permiso al inspector del cementerio para entrar a tan altas horas al recinto con la sola idea de “disfrutar de un espectáculo emocionante”. Este suceso —visto a la distancia— nos permite entender el espíritu y la personalidad del Amauta que se verían reflejados luego en su obra y pensamiento futuro.
Para Mariátegui el “escándalo en el cementerio” fue un hito en su proceso de transformación intelectual y política. La emoción de interpretar una danza de profundas y luctuosas notas en un espacio sacro, envolvió el alma de aventurero místico del joven Mariátegui. Cien años después, este brevísimo acto —que el crítico Emilio Tarazona califica como un referente embrionario en la historia del accionismo en el Perú—, es todavía visto como misterioso e irreverente. Un evento que en una sociedad más avanzada pudo haber pasado desapercibido, en una ciudad conservadora como Lima se transformó en escándalo. Esto le permitió a Mariátegui pasar del ámbito puramente literario a otro de significación política mucho más marcada. También evidenció su desencanto por la aristocracia.
La experiencia carcelaria —aunque breve— posiblemente afirmó su convicción en la justicia social. Luego de este episodio, y tras el abandono de su seudónimo Juan Croniqueur, Mariátegui fue un activo militante de las luchas sociales en 1918 y 1919.
(Con el apoyo de Ana Torres y Ricardo Portocarrero)