Mientras miraba por la ventanilla del avión, pensaba: “¿Y si esta no la cuento?”. Abajo, a unos cuantos miles de pies, veían con claridad las montañas peladas que definen el paisaje haitiano. Había estado en comisiones y coberturas difíciles y peligrosas antes, pero esta tenía —al menos para mí— un nivel de complejidad mayor. Era un país en ruinas, con un idioma totalmente extraño y un vasto historial de violencia y conflictividad. Y pensábamos aterrizar allí sin una reserva de alojamiento, sin enlaces locales que nos sirvieran de guías, sin intérpretes, sin itinerario ni plan de trabajo o siquiera un pasaje de regreso. “¿Y si algo sale mal?”, me pregunté varias veces. Uno no termina de entender el oficio del reportero hasta que se embarca en una comisión en la siente que tranquilamente podría morir. A mí me pasó ese día. Había tiempo para repasar la sucesión de acontecimientos que me habían llevado hasta ahí, porque el avión que nos llevaba intentaba aterrizar en Puerto Príncipe pero el aeropuerto estaba saturado y había varias aeronaves más dando vueltas en círculos a la espera de que les asignen un turno. Dos días antes, un terremoto había devastado el que ya era considerado el país más pobre de América. No había muchos datos, pero se estimaba que los muertos ya superaban los 100 mil. “Tenemos que estar ahí”, recuerdo haberle dicho a Carlos Novoa, entonces editor de la sección Mundo. Al día siguiente se presentó la oportunidad. Era un miércoles. Me llamaron para decirme que dos aviones de la Fuerza Aérea Peruana saldrían esa noche hacia Puerto Príncipe para dejar ayuda humanitaria y que había sitio para periodistas. Unas horas después estaba en el Grupo Aéreo número 8 con el fotógrafo Miguel Bellido esperando para embarcar. No sabíamos con qué íbamos a encontrarnos allá pero sí teníamos una certeza: no regresaríamos con el resto de la comitiva, que tenía previsto pisar Haití solo por unas horas. Nos quedaríamos allá, el tiempo que fuera necesario. Efectivamente, las cosas empezaron a salir mal (pero no tanto): el avión de la FAP nunca pudo aterrizar en Puerto Príncipe y acabó desviado en Santo Domingo, República Dominicana. Pudimos cruzar la frontera haitiana recién dos días después, por tierra. Nadie nos selló el pasaporte. En la alambrada de la frontera se agolpaba gente desesperada por salir del país, que, efectivamente, había quedado devastado. Puerto Príncipe, cinco días después del terremoto, seguía siendo un escenario terrorífico —y seguiría así durante mucho tiempo más. No había un solo edificio en pie, y los muertos seguían regados por el piso. Más que un terremoto, parecía que allí había detonado una bomba nuclear. Esa primera tarde pude apreciar como los muertos eran retirados de la calle en camiones compactadores de basura. No hubo tiempo para mucho más, porque había que buscar refugio antes de que cayera la noche y buscar internet para poder enviar nuestros despachos. Encontramos un hotel donde no había agua pero tomar, pero sí una refri con cervezas. Al día siguiente, fuimos testigos del linchamiento de un par de ladrones en medio de una céntrica avenida de la ciudad. Al tercer día pudimos ver el drama en los hospitales; luego sentimos varias réplicas del gran sismo y pudimos ver de cerca cómo los rescatistas amputaban brazos y piernas (sin anestesia) para rescatar personas atrapadas en las estructuras colapsadas. Vimos gente intentando huir por mar y tierra. Presenciamos un saqueo mientras se quemaba una fábrica de fideos. Y también vimos cosas que preferimos no describir, ni menos fotografiar. Regresamos al cabo de diez días, en la maletera de un avión Hércules de la FAP que llevaba soldados de peruanos de vuelta a Lima. Nadie nos selló el pasaporte, tampoco, a la salida. Volvimos agotados, pero enteros. Vivimos para contarla.
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