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Felipe Pinglo Alva (1899-1936) falleció a los 37 años, dejando un legado imborrable en la música criolla peruana. En plena madurez creativa, se consagró como una figura clave del criollismo, con una vida dedicada a las letras y guitarras en las zonas populares de Barrios Altos y La Victoria, donde animó jaranas inolvidables con sus propios valses y polcas. Su obra prolífica es la esencia misma del Día de la Canción Criolla, que celebra su aporte al sentimiento popular peruano.
Nacido en el Cercado de Lima, el 18 de julio de 1899, Pinglo vivió en una casa humilde, en lo que es hoy el jirón Junín, en Barrios Altos; allí, en medio de estrecheces, no le faltó un padre estricto como Felipe Pinglo Meneses, pero sí una madre, María Florinda Alva, mujer a la que no conoció porque moriría a los pocos días de haber dado a luz a esos dos kilos de peso que era el Pinglo recién nacido. Ese fue el “caldo de cultivo” de un espíritu que no se cansó de buscar la libertad en la música y el goce en el ambiente criollo.
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Una de sus primeras canciones, sino la primera, fue “Amelia”, la cual fue un éxito que compuso a los 17 años, en 1916, al mismo tiempo que ingresaba a trabajar a la imprenta “El Gráfico” como operario. Amelia era una vecina de los Barrios Altos, y su canción, que se difundió recién en 1918, junto a otras piezas musicales, ganó el ánimo de un público que también aprendía a juntarse en las peñas o reuniones familiares y amicales para cantar o escuchar esos valses que hablaban de su propio mundo de afectos, amores y desgracias.
“En la loza” fue otra canción temprana que lo hizo conocido en los círculos criollos. Este vals estuvo asociado a un crimen: el asesinato del poeta y periodista Leonidas Yerovi, en el verano de 1917, en la calle Baquíjano, en el jirón de la Unión, frente al diario “La Prensa”. Este hecho sangriento había impactado mucho al joven Pinglo y le hizo componer el vals, hacia comienzos de la década de 1920.
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Risas y llantos hay cada tema de Pinglo, vivencias o añoranzas de barrio, que eran lo que siempre lo motivó a escribir sus canciones. Barrios Altos se convirtió en el eje de su mundo de dramas, ruegos y promesas, allí fue donde Pinglo vivió sus amores, fracasos, venturas y desventuras, junto a la guitarra que sostenía como lo hace un zurdo.
Su mirada recorrió pasajes, calles y jirones de ese Barrios Altos popular y festivo en donde transcurrió toda su vida: el Callejón del Fondo, las Mercedarias, la Iglesia de Nuestra Señora del Prado; también la esquina de Santa Cruz y Rufas (el lugar donde, según César Miró, Pinglo había nacido), el Colegio Barros, donde recibió las primeras lecciones, la Escuela Fiscal de Los Naranjos, Buenos Aires y Cinco Esquinas, etc.
Jugando fútbol, de adolescente, sintiéndose un crack del Alianza Lima, Pinglo se lesionó los meniscos de por vida; por eso lo de su ligera cojera. Pero nada impidió que su espíritu creador aflorara, y así apareció el vals “Hermelinda”, de 1919, un hito donde el joven expuso su contrariado sentimiento amoroso y el dolor ante la traición. Dicho vals fue escrito antes de que conociera a otra Hermelinda, quien sería luego su esposa, Hermelinda Rivera, la madre de sus dos hijos Carmen y Felipe.
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A su esposa Hermelinda le escribió, antes de morir, otro vals también con el título de “Hermelinda”, pero este quedó algo olvidado ya que la viuda no quiso darlo a conocer en su momento; se lo guardó como quien guarda una carta de amor; por ello no es popular ni mucho menos (menos incluso que su otra “Hermelinda” de 1919), como sí lo fue en la historia de la canción criolla la “Hermelinda” de Alberto Condemarín Vásquez (1897-1976), su coetáneo
Esos años previos a la década del 20, “eran también los tiempos de Montes y Manrique, de vuelta de una campaña en la Columbia de Nueva York donde grabaron algo así como ciento ochenta canciones sin mencionar a los autores”, advertía César Miró en su nota “Felipe Pinglo, el barrio y las mujeres”. (EC, 10/05/1992).
El mismo César Miró contó en dicha nota de 1992 que Pinglo era tan inquieto artística e intelectualmente que no le bastaba con la “tradición” local y buscó por ello con afán nuevas melodías y ritmos de fuera para plasmarlos en sus composiciones criollas. “Incursionó en los ritmos norteamericanos, ensayo el fox-trot, el one-step, el chavarán”, relato Miró. (EC, 10/05/1992).
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Entre 1920 y 1921, Pinglo estaba desatado como creador. Supo de triunfos tempranos con sus maravillosos valses, desalojando de los salones en los barrios populares a ritmos extranjeros como el “Fox”, que tuvieron mucha acogida. Con sus melodías ocupó ese espacio con temas como “El ángel de oro”, “Querubín”, “Dame un besito”, “El cabaret”, “Zacatecas”, canciones amorosas, vitales y hasta juguetonas.
A lo largo de la década de 1920, sus canciones estaban recargadas de buen ritmo criollo y de un sentimiento libre de la vida; destacaron valses como “Angélica”, “Semblanza”, “Voluble”, “Ramito de flores”, “Falsa promesa”; o también los recordados “Al caer la tarde”, “Evangelina”, así como la polca “Loca alegría”.
“El Cantor del Pueblo”, como le dirían tras su muerte, fue ganando fama lentamente pero con firmeza durante el “oncenio” del presidente Augusto B. Leguía (1919-1930). Para fines de esa década, podía decirse que el compositor de “El Plebeyo” ya gozaba de una bien ganada madurez y dominio completo de su arte musical.
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Pinglo cerró la década del centenario peruano con un estreno en un teatro importante de Lima. En 1929, Alcides Carreño, quien junto a Pedro Espinel, era uno de sus mejores amigos, llevó el vals “Rosa Luz” de Pinglo al Teatro Apolo, el cual se hallaba frente al Jardín Botánico de Lima; y en 1930, le hizo estrenar “El Plebeyo” en el Teatro Alfonso XIII, del Callao.
“El Plebeyo” tuvo un origen polémico: unos dijeron que era la representación de la vida sentimental de un amigo suyo: el sastre Jorge Lázaro Loayza; y otros aseguraron (sin pruebas ni dudas) que se trataba del propio drama de Pinglo.
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La verdad, si hay algo de la vida afectiva de Pinglo en “El Plebeyo”, la magia de la imaginación jugó su parte, puesto que la muchacha a la que habría dedicado la canción no era una aristócrata sino la hija de un empresario italiano, a quien Pinglo conoció en La Victoria. Ella, Gianinna se llamaba, fue enviada por su padre a Florencia, Italia, para alejarlo del músico criollo. “El Plebeyo” es un vals intenso, dramático y revelador de las diferencias sociales en el Perú de los años 30. El vals más internacional que Pinglo legó al Perú.
En los años 30, Pinglo vivió el reconocimiento general. Pudo al menos sentir que su música era aceptada y gozada por el público peruano, con temas como “Emilia”, “He recorrido el Jardín”, ‘’Pecadora”, “Herminia”, “Palmera”, “Blanca luz”, todos valses; y la polca “Crepúsculo de amor”, así como “Las chicas del Banco”, un buen fox criollo.
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Las polcas -un ritmo muy popular desde los años 20- eran un género del criollismo que Pinglo gozaba realmente. Era muy mencionada durante esos años una polca dedicada a Juan Rostaing, un crack del equipo de fútbol Alianza Lima.
En 1931, Felipe Pinglo Alva estaba imparable en su trabajo musical, al punto de que era admirado y considerado como una especie de maestro en el género criollo. Así surgieron los valses “Las golondrinas”, “Silencio”, “Recuerdos de mi china”, “Sueños de juventud” y “Risas de oro”. Y las infaltables polcas: “Morir quisiera”. “Cuando tus lindos ojos me miran”, “Muchachos”, “Viva el Callao”, “El casino”, “Kety”, “Dora” y la aún popular polca: “Terroncito de azúcar”.
Es consenso el decir que Felipe Pinglo Alva encontró lo que llamamos su “consagración” como letrista, poeta y músico nacional a partir del año 1932. Esos cuatro años, de 1932 a 1936 (año de su muerte), significó para él la satisfacción de haber hecho el camino que eligió: el de darle al arte musical criollo un valor agregado, darle forma a esa tradición, una identidad propia.
Pero hubo un momento clave en su vida, un punto de quiebre, que sucedió justamente en 1932. En una nota publicada en El Comercio, al cumplirse los 20 años de la muerte de Felipe Pinglo, se mencionó un hecho anecdótico, pero importantísimo en su vida profesional:
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“En una fiesta íntima, a la cual había sido invitado Pinglo, concurrió el Trío ‘Miró-Calonge-Castillo’, quienes al oír cantar a Felipe su vals ‘Bouquet’, que acababa de componer, lo felicitaron y pidiéronle la letra para cantarlo en el teatro. Accedió el compositor a la solicitud del trío. Al poco tiempo todo Lima entonaba el vals y el nombre de Felipe Pinglo ocupaba un lugar prominente entre los músicos criollos”. (EC, 13/05/1956)
Esa trascendental difusión de una de sus creaciones musicales, le dio un impulso considerable, más allá incluso de lo que ya había dado a su carrera. En ese afán, escribió varios valses como “El castillo del perdón”, “Claro de luna”, y quizás el aliento de ese espaldarazo lo animó a escribir más polcas, que se hicieron populares en poco tiempo.
Estas polcas fueron: “Ella me amaba y yo no”, “El sueño que yo viví”, “La Marinera” y “Alianza Lima”, esta última dedicada a su equipo blanquiazul. Todas estas composiciones fueron hechas en 1932, incluido el vals clásico inspirado en el mejor futbolista aliancista de esos años: “Alejandro Villanueva”, creado a finales de ese año.
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Otro punto clave en su trayectoria fue su fuerte inclinación social. Desde 1931, dicen que motivado por unas conferencias del político, ideólogo y periodista José Carlos Mariátegui (1894-1930) a las que asistió, Pinglo comenzó a escribir una serie de valses de fuerte contenido social, lo cual iba de la mano con su natural sensibilidad artística y humana. Con el apoyo de José Díaz, produjo el vals “Horas que pasan”, y luego “Pobre obrerita”.
En 1933, con el país convulsionado desde el 30 de abril por el asesinato del presidente de la Junta de Gobierno, el general Luis Miguel Sánchez Cerro, a manos del aprista Abelardo Mendoza Leiva, en el Campo de Marte, el compositor limeño mantuvo su alta productividad. Aparecieron ese mismo año: “Corazón iluso”, “Pasión y odio” y “El huerto de mi amada”. Pinglo siguió siendo el autor más importante de su tiempo.
Entonces, con esa vena social que marcó su trabajo en sus últimos años, pero sin dejar el aliento poético (era inevitable para él), Felipe Pinglo concibió un vals precioso como es “Jacobo, el leñador”. Fue su homenaje de respeto a la humanidad de un hombre humilde y trabajador. Ese año de 1933 escuchó también su vals “Tu nombre y el mío”.
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Pinglo era un artista en proceso permanente. La polca “Amor traidor” y los valses “Melodías del corazón”, “La adúltera” y “Decepción” llegaron como regalos de las manos del poeta-músico. Sus vivencias, las de sus más allegados, fueron siempre su punto de partida, como ocurrió con el vals “El canillita”, que nació cuando observó a un niño pobre, harapiento, que cargaba un paquete de periódicos que sobrepasaba sus delgados brazos durante una madrugada limeña.
Así era Felipe Pinglo Alva: sensible a la condición humana. Su arte no estaba condicionado por consignas, pero sí por su propia conciencia de la realidad que vivía. La música era arte para él, pero también testimonio. Y lo asumió así hasta el último día de su vida.
“El Cantor del Pueblo” combinaba polcas y valses. Compuso ese 1934 la polca “Bella adorada”, y el vals “La aldeana”… Se acercaba el año fatídico de 1936, pero aún le quedaban los doce meses de 1935 para ser Pinglo, el artista. Entonces acentuó su mirada crítica y poética a la vez, y sintió que debía decir algunas cosas de la realidad peruana antes de irse. Así surgió el vals “La oración del labriego”; y luego ante la muerte de un amigo pianista, Carlos A. Saco, compuso un vals de homenaje con su nombre como título, “Carlos A. Saco”.
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Pinglo Alva sabía que su deteriorada salud le estaba marcando un camino del que no retornaría. Sufría de los bronquios de forma crónica, y en sus meses finales no podría respirar bien, lo cual se agudizaría fatalmente. Pero antes de ese trance, el compositor peruano dejó a su público y allegados hermosos valses como “La vuelta al barrio”, “Por tu querer”, “El volante”, “Canción del Porvenir” y su éxito “Sueños de opio”.
Uno de sus últimos valses de ese 1935 fue literalmente un testimonio de su vida, le puso el título de “El espejo de mi vida”, recordado e icónico vals peruano de todos los tiempos. El año de su muerte, 1936, Pinglo escribió frenéticamente más valses, a pesar de su mal estado de salud: “Una mujer” y “Senectud” y otra polca, “Los tres ases”. El vals “El abuelo” tuvo incluso fecha fija. Según la nota citada de El Comercio de 1956, ese vals fue escrito un mes antes de su muerte, es decir, el 13 de abril de 1956, cuando ya estaba desahuciado.
Pinglo Alva parecía que se iba de este mundo, pero quiso dejar la fría cama del Hospital Dos de Mayo para irse a su casa, para volver a los Barrios Altos, donde todo había empezado. Y allí, el artista murió en la madrugada del 13 de mayo de 1936, días después de recordar el Día de la Madre. César Miró relató que el maestro Pinglo respiró por última vez con los ojos fijos en la imagen de la Virgen del Carmen. Con seguridad fue así.
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Los restos del maestro Felipe Pinglo Alva quedaron para la eternidad enterrados en el Cementerio Presbítero Maestro. Su muerte, durante el segundo gobierno del general Óscar R. Benavides (1933-1939) impactó a todos los peruanos. El dolor por su pérdida fue completamente popular y nacional. Quizás por eso, como dicen los conocedores, nunca fue olvidado.
Una prueba de ello fue que a los cuatro días de haber fallecido, esto es, el 17 de mayo de 1936, se creó el Centro Musical “Felipe Pinglo”, que presidió uno de sus mejores amigos, el compositor Pedro Espinel, el autor del emblemático vals “Murió el maestro”. Otra canción de homenaje a Pinglo fue “Mi primera elegía”, vals considerado un himno a Pinglo, con letra de Serafina Quinteras y música de Eduardo Márquez Talledo.
Otro gesto noble para “El Cantor del Pueblo” fue construir un mausoleo dedicado a él en el Presbítero Maestro. Tras varias actividades profondos, colectas y donaciones, se logró adquirir el terreno de 2.30 m. por 1.10 m., y construir un lugar especial, cargado de criollismo y donde poder rendirle los homenajes que merecía largamente don Felipe Pinglo Alva.
De esta forma, el 1 de noviembre de 1948, el Centro Musical “Felipe Pinglo”, junto a los socios y simpatizantes del maestro, colocó la primera piedra del mausoleo, siendo Alejandro Miró Quesada Garland el encargado de hacerlo.
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