¡No hay plazo que no se cumpla! … Los que en las primeras horas de la mañana de hoy hayan visto a los últimos batallones chilenos abandonar la ciudad dominadas por sus armas durante treinta y tres meses, tiempo que marcará en la historia del Perú la época de más amargos recuerdos para el patriotismo, no pueden dudar ya de que se aproxima la expiración del plazo que el destino señaló a los sufrimientos del pueblo vencido en los campos de San Juan y Miraflores.
Aún no ha transcurrido un lustro después de aquellos drías tristemente memorables en que el Perú se aprestaba, con espíritu imprevisor y ligero, a defender la honra y los intereses materiales del vecino, sin sospechar siquiera que honra e intereses propios comprometía en la empresa; y sin embargo, nos parece que ha pasado más de un siglo desde entonces, tanta es la lentitud con que los años corren cuando empieza a soplar el viendo de la adversidad.
Pero los tiempos cambian; y si no fueron eternos los días de prosperidad y bienandanza, tampoco podría serlos los de miseria y duelo que les sucedieron. La situación creada por las batallas de enero de 1881 debía tener un término. Hasta entonces la lucha era un deber sagrado, aun para aquellos que antes de iniciarse pugnaron vanamente por impedir una guerra en que el optimismo, como generalmente sucede en tales casos, no quería ver sino glorias y preponderancia, cerrando voluntariamente los ojos ante los cuadros de demolición y ruina que foman el lúgubre cortejo de los ejércitos en campaña; especialmente cuando la victoria favorece a los que huellan territorios enemigos. Podía explicarse también sin grande esfuerzo, la desesperada persistencia con que después de aquellos hechos de armas, que abrieron a los invasores las puertas de la capital y dejaron a merced suya todo el extenso litoral peruano, se procuró reorganizar todavía la resistencia al otro lado de los Andes: pero la esterilidad de esos esfuerzos, los nuevos desastres sufridos por las armas nacionales en los últimos tiempos, desautorizan y nos condenan toda otra tentativa para prolongar una guerra que amenaza tomar una carácter salvaje, y que virtualmente ha concluido ya por efecto de la postración de uno de los beligerantes.
No se puede exigir mayores sacrificios que los que el Perú ha realizado, ni una resistencia más prolongada que la que ha opuesto, para salvarse de los males de que se vio amenazado desde que la suerte de las armas principió a decilnar en favor de unos afortunados adversarios.
¡Qué son duras las exigencias del vencedor, se dice! ¡Que las condiciones que impone hieren hondamente el patriotismo! Bien se comprende que no puede haber un corazón peruano que no lo sienta así, y de seguro que nadie experimentará tan vivamente este sentimiento como aquellos a los que ha cabido en suerte tener que soportar las condiciones del pueblo vencedor. Pero ¿había medio de evitar lo que sucede? No se puede exigir mayores sacrificios que los que el Perú ha realizado, ni una resistencia más prolongada que la que ha opuesto, para salvarse de los males de que se vio amenazado desde que la suerte de las armas principió a decilnar en favor de unos afortunados adversarios. Todos los cargos internos del país han sido puestos en juego por el patriotismo; se ha dado tiempo sobrado para que del exterior pudiera venirnos un auxilio cualquiera, aunque solo fuese moral, que templara los rigores de nuestro infortunio. Y ¿qué se ha conseguido? Gastar en una resistencia obstinada gran parte de las fuerzas que aun nos quedaban, y que debíamos reservar enteras para aplicarlas a reparar nuestros quebrantos; y adquirir el triste pero provechoso convencimiento de que, en los tiempos que alcanzamos, la ley suprema de las naciones es vivir tranquilas, sin comprometer sus intereses materiales por sostener utopías como la que arrastró al Perú a desenvainar la espada en defensa de Bolivia.
La lección es amarga, pero digna de estampas en nuestro código internacional; y ya que carecemos de cimientos propios para prolongar la lucha con probabilidades de éxito favorable, ya que no nos queda nada que esperar de afuera, el simple sentido común aconseja entenderse franca y honradamente con el vencedor, para poner término a una situación que no puede sostenerse por más tiempo.
Es natural que Chile, por muchas que sean las protestas de sinceridad que se le haga, tenga poca confianza en la solidez del pacto que deba finalizar la guerra. Sus hombres de estado comprenderán fácilmente, y sería empeño insensato procurar manifestarles lo contrario, que de pronto no será el afecto la base de las relaciones que van a restablecerse entre los dos pueblos que han batallado con tanta rudeza por más de cuatro años; pero desde que, cualquiera que sean las condiciones que en último resultado se estipulen, no puede dudarse de que la paz le conviene a Chile y es necesaria al Perú, no hay por qué no esperar que el efecto combinado de los intereses comunes que se desarrollen al terminar la guerra, y del tiempo, que ha de ir borrando necesariamente el recuerdo de la contienda a que la hoy le pone fin, hará desparecer, o atenuará mucho, al menos, en época no lejana el previsor recelo con que continuarán mirándose, aun después de la reconciliación los antiguos enemigos .
El Perú, por el contrario, no ha podido proceder libremente, y su resignación es el fruto del convencimiento adquirido de que no le quedaba mejor partido que adoptar.
Chile ha estado en condiciones de imponer su voluntad, y ha pedido cuanto creyó que le correspondía o necesitaba; de manera que no hay probablemente mucho que temer de sus pretensiones futuras. El Perú, por el contrario, no ha podido proceder libremente, y su resignación es el fruto del convencimiento adquirido de que no le quedaba mejor partido que adoptar. Corresponde a nuestro Gobierno manifestar con una política sencilla y austera que está dispuesto a cumplir lealmente lo que no pudo dejar de ofrecer y para que su camino en este sentido sea más llano; para librarlo de preocupaciones que pudieran comprometer esa política y hacerle malgastar el tiempo que necesita consagrar a la reconstrucción de edificio social, arruinado por la guerra, es indispensable que el país entero lo apoye con abnegación patriótica.
Pero debe tenerse en cuenta que el apoyo que necesita el Gobierno de la paz, es simplemente pasivo. El mayor servicio que se puede prestar es no importunarlo con la imposición de colaboradores cuyo concurso probablemente no produciría otro resultado que entorpecer el mecanismo de la administración pública. Que se acerquen a él y le sirvan solamente aquellos a quienes necesita y llame: los restantes a trabajar; que mucho más útiles serán al país y así mismo ocúpense de sus propios intereses, que esforzándose por asumir la administración de los intereses nacionales.
No se aflijan los que crean de buena fe que si sus ideas no predominan en los consejos del Gobierno, pudiera comprometerse seriamente algún alto principio político. A este respecto debemos estar de acuerdo con un afamado economista inglés, que, no obstante su probado liberalismo, dejó al fin a un lado la parte sentimental de sus primitivas teorías, para llegar a la simple conclusión de que el mejor Gobierno para un pueblo es aquel a cuya sombra crece más la producción. Que haya en los futuros mandatarios del país la voluntad y el éxito necesarios para favorecer el desarrollo de la industria; que sepan dar facilidades al comercio, apoyo a la minería y la agricultura, protección decidida al trabajo, cualquiera que sea la forma en que se manifiesta; y la obra de reconstrucción que vamos a acometer avanzára con relativa rapidez y descansará desde el principio sobre sólidas bases. Los pueblos agradecen mucho más los servicios materiales que en este orden se les presta, que los esfuerzos que se hacen en el sentido de mejorar su condición política.
Demos tregua a las luchas de partido, siquiera sea mientras la nación se restablece de sus últimas dolencias, que casi exclusivamente fueron causadas por la intemperancia y la improvisación de los bandos políticos en que ha estado dividida la familia peruana. Todos hemos pecado a este respecto, y todos estamos obligados por lo mismo a reparar los daños que hemos contribuido a causar. Las calamidades que sufre el Perú hace largo tiempo no han terminado aún por completo, desgraciadamente. Lo que hoy vemos autoriza a creer, es cierto, que nada se halla muy próximo; pero, sin patriotismo y buen juicio en los peruanos, quizás pudiera malograrse aún la obra iniciada por el general Iglesias y a cuyo éxito está vinculado el provenir del país.
Tales son las impresiones que dominan nuestro espíritu al continuar la publicación del viejo Comercio, que volvemos a poner al servicio de los intereses públicos.
Enfoque:
En enero de 1881, en plena guerra con Chile, El Comercio fue clausurado por el caudillo Nicolás de Piérola. Este diario regresaría a las calles más de dos años después, con este sentido editorial. En la misma edición, anunciaba también la desocupación de la capital de las últimas tropas chilenas y contaba, emocionado, cómo la bandera peruana volvía a flamear en Palacio de Gobierno:
“La desocupación. En las primeras horas de esta mañana han salido de la capital las últimas fuerzas chilenas. Este fausto acontecimiento que hace época en los anales de nuestros infortunios, marca también el comienzo de la era de la reconstitución y del trabajo.
Desde que, hace ocho días, llegó a Ancón, S.E., el general [Manuel] Iglesias, los acontecimientos se han precipitado; y firmado el sábado en la noche, el tratado de paz, el presidente entrará hoy en esta ciudad, sus tropas la ocuparán dentro de pocos momentos, y el pabellón nacional, tanto más querido, cuando más infortunado, flamea ya antes ojos gozosos.
En estos instantes solemnes para todo buen patriota, El Comercio que vuelve a la vida azarosa de la prensa, a la vez que el pueblo de Lima a la vida de la libertad, no quiere dejar de recomendar a todos moderación y cordura. En esta dificilísima situación debemos solo pensar en la saluda de la república y sacrificar en gracia al bienestar común los pequeños intereses de cada cual”.