Había para todos los gustos. Comenzaba la noche con la zarzuela. Para los adinerados, estaban las primeras figuras de la compañía, fuese esta de ópera, de comedia o de zarzuela. Las tipies y las primeras actrices iban a cenar al Estrasburgo y, posteriormente, al restaurante del Zoológico y al Palais Concert.
No siempre se trataba de enamoramiento. Entonces era cosa de lujo caminar con mujeres de teatro, como debe serlo ahora caminar con las estrellas de cine, donde hay cine y hay estrellas. En las compañías de comedia había demas tan respetables como doña María Guerrero. A veces, aceptaba cenar, pero siempre en compaía de su esposo, don Fernando Díaz de Mendoza. Las partiquinas, las figurantas, las coristas, eran compañeras casi siempre, de los periodistas jóvenes. Un romance de la mocedad que vivió Leonidas Yerovi con una chica de los coros, tuvo la culpa, muchos años después, de la trágica muerte de uno de nuestros mejores humoristas.
Las chicas tenían 2 hoteles para aposentarse: el Hotel Universo, que ocupaba todos los altos del Portal de San Agustín, y el Salón Mi Casa, del que era propietario y animador, un andaluz serio como un susto y alegre como las crumatas: el viejo Rafael Rodríguez con su gran barba alfonsina, igual a la que usó, hasta su muerte, el mariscal Cáceres. El Salón Mi Casa estaba en la calle de Concha, frente al Teatro Olimpo, antecesor de nuestro Municipal de hoy. El Olimpo era el teatro de la zarzuela y de lo español. El Principal, hoy Segura, era para óperas, para alta comedia y para dramas. Por sus tablas pasaron [José] Tallaví, [Fernando] Díaz de Mendoza, Miguel Muñoz. Y antes, Sarah Bernhardt y Adelaida Ristori.
Durtante muchos años ahí funcionó la Compañía Lambardi de ópera. Ahí bailaron Tórtola Valencia, Ana Pavlova y Raquel Meyer, Ahí dio funciones Margarita Xirgu de amables, magníficos y corteces ademanes y de horrible acento catalán. Decimos horrible porque en América gustan más del acento de Castilla y del de Andalucía. Por lo demás, ya sabemos todo lo que vale Cataluña. A la salida del teatro, las muchachas del montón y sus cortejantes —casi siempre periodistas—, caían en uno de estos cafés, todos ellos situados en la misma acera del Teatro Principal: el Café Frégoli, el Café Napolitano y el Café de los Balcones. Este último llamóse primitivamente Café de los Bohemios. Pero José Emilio Ruete García y Domingo Martínez Luján, bohemios sin tacha, protestaron.
–Van a creernos bohemios y qué dirán de nosotros —afirmó uno de ellos y el otro se mostró conforme.
En ese café, las papas rellenas duraban meses. Y Ruete, que comía muy poco o no comía, dijo una vez:
—Hay que comerlas. Deben ser muy ricas porque antigüedad es clase.
A la salida del teatro, las muchachas del montón y sus cortejantes —casi siempre periodistas—, caían en uno de estos cafés, todos ellos situados en la misma acera del Teatro Principal
El condimento de aquellas papas eran de moscas. Pero los estómafos de veinte años no reparan en tales minucias. Era famoso el sancochado de las doce de la noche. Faltaba, sí, música. La tenían, con las famosas Damas Vienesas, El Estrasburgo, el Palais Concert y el Restaurant del Zoológico. En cierta ocasión, un periodista chileno de paso por Lima, le preguntó a Abraham Valdelomar por qué le llamaban Zoológico a este restaurante y Abraham Valdelomar con su infantil desenfado contestó:
—Vaya usted a ver quiénes concurren.
Cuando había dinerillos y las muchachas eran españolas o peruanas, la cena era en el Salón Mi Casa, donde Rafael se lamentaba constantemente de que en Lima no hubiera boquerones. No sabemos si ahora existen. Rafael afirmaba que era imposible tomar jeréz si no había boquerones. El Salón Mi Casa era tranquilo y divertido. No conoció el escándalo. No pasaba lo mismo con los cafetines de la Plazuela del Teatro, donde no era raro que se produjeran pugilatos. Porque a ellos no iban solamente hombres de prensa o de letras. Entraban cocheros y rufianes e intentaban, con las niñas del teatro, peligrosos juegos de manos. Digamos, en honor de esas chicas, que no eran, ni con mucho, unas perdidas. Eran criaturas que gustaban de la galantería ingenua de los muchachos de los periódicos y que ansiaban comer algo bueno. Y se daban cuenta de la pobreza de sus enamorados y de los esfuerzos que ellos hacían para agasajarlas.
A golpe de dos de la mañana, la parejas se desunían y ya los hombres solos iban a los cafés del Mercado de la Concepción. Allí la vagabundería prolongábase hasta el filo del amanecer. Y esa era la hora de los chicharrones y del emoliente. Pero ni en el Café Cancán ni en el Café Lima servían estas golosinas. Había que ingresar al mercado. ¿A qué hora trabajaban esos disipados mozuelos? Entre dos de la tarde y ocho de la noche. La mañana era para dormir. Había algunos tan disipados que le dedicaban a la lectura dos o tres horas al día. Guardaban cuidadosamente el secreto. Era preciso saber mucho y no leer nada. Y poder hacer versos. A pesar de tanto obstáculo, de esa muchachada han quedado muchos buenos valores. Aquellos bohemios que, a las seis de la mañana, iban a acostarse llenos de mugre, a las dos de la tarde era caballeritos futres y laboriosos. Y a las nueve de la noche estaban en el teatro, limpios, con flor en la solpa y hasta con guantes. La florista que los proveía era una española, Carmen, gorda y buenamoza. A veces fiaba. La flor preferida era el jazmín del Cabo, que ya no existe o que, por lo menos, se ha ocultado. Su puesto de venta era el Palais Concert. Valía por un frasco de perfume y muchas veces las chicas de la zarzuela dábanse por bien pagadas con dos jazmines de aquellos. Jazminez de al fin al cabo, como alguien dijo entonces. Las cenas frugales estaban más llenas de versos y de anécdotas que de platos.
A golpe de dos de la mañana, la parejas se desunían y ya los hombres solos iban a los cafés del Mercado de la Concepción. Allí la vagabundería prolongábase hasta el filo del amanecer.
Una noche Alejandro Ureta le llevó a una chica un canario casi blanco y en jaula de carrizos. Otro había llevado dos jazmines, Se acordó que los jazmines fuera finamente picados para darle de comer al canario. A todos les pareció muy poético. Y también al canario. Pero el pobre animalito murió a las dos horas de haber comido esa ensalada de jazmines. Lo cual probó, a juicio de todos y de todas, que los canarios no pueden alimentarse de jazmines y que el jazmín es indigesto. Algo parecido les ocurría, entonces, a dos poetas. No es que la vida aquella fuera más hermosa que la de hoy. Es que los que escribimos acerca de esa vida nos acordamos de que fue aromada por la flor amable de la juventud, don delicioso que, según el divino Homero, les ofrecía a los mortales Afrodita de oro. En esa Lima reposada y apacible, las humildes rapazas de los teatros les ofrecían a los jóvenes pobres la seducción de idilios que, por lo mismo de que no carecían de un fondo de tristeza, estaban lleno de alegría.
Cualquiera tiempo pasado fue mejor. Cuando entre ella y él no sumaban cincuenta años, qué sabroso era el emoliente. En el Mercado Central y en los cafetines rondaba el idilio. Y el sueño profundo y el despertar alegre. No es nuestro propósito denostar al presente. Queremos nada más que evocar la belleza del pasado. Queremos que la memoria sea íntima amiga de la imaginación y de la esperanza. La salida del teatro tenía encanto singularísimo. No lo tiene la salida del cine. Después del cine, quédanos el recuerdo de unas sombras inasibles. Después del cine no podemos decir que la mejor musa es la de carne y hueso. ¿El cabaret? Pero es difícil demostrar que aquellos cafetines no tuvieran algo de cabaret. Lo que sucede es que el cabaret tiene su tiempo y su forma. Es como la vida. Vario y mudable, en la Plazuela del Teatro, en el Jirón de la Unión. Hoy, como ayer, mañana, como hoy, y siempre igual.