Martha López y su nieto, el artista Rember Yahuarcani, en la localidad de Pebas, en Iquitos. Foto: Mónica Newton
Martha López y su nieto, el artista Rember Yahuarcani, en la localidad de Pebas, en Iquitos. Foto: Mónica Newton
/ Mónica New
Miguel Ángel Cárdenas

Los cantos de Martha apagan la oscuridad. En lo más abismal de la noche, sus letras con historias de leyendas inician la peregrinación a un tiempo mítico: a ese período paralelo donde coexisten en crudo el pasado, el presente y el futuro. En las lejanías de Pevas --el pueblo donde conviven huitotos, yaguas, ocainas y boras, a diez horas de Iquitos--, Martha López Pinedo, de 66 años y dialecto incandescente, oficia la ceremonia del ampiri y convoca, a diez metros de una lagunilla sin encanto, a los espíritus, roces y rosas de los vientos.

El ampiri es una planta religiosa que se lame como un manjar negro, es preparada con esencia de tabaco y sal de monte, con un efecto más inmediato y onírico que el ayahuasca, y que conecta a la oracular Martha con su padre muerto --su protector ancestral-- y, sobre todo, con las historias de la creación y misterios de los aymenu: el clan huitoto más guerrero, originario de La Chorrera, en la actual Colombia, y a punto de desaparecer en el Perú (solo quedan siete adultos).

Rember Yahuarcani es un pintor autodidacta nieto de Martha; que a sus 22 años expuso en Lima una obra iluminada por seres y sucesos mitológicos con la que causó una sugestión tan singular que sus cuadros se han expuesto en Polonia, Suiza y Brasil y, precozmente, están en colecciones privadas de Estados Unidos, Dinamarca y España. Es que personajes como Llojero, el dueño del viento, y Reicúcuri, el padre del fuego, tienen una épica y estética tan expectantes como las de los héroes y dioses griegos y nórdicos. El jovencito solo respondía, ante quienes nos sorprendimos mirándolo como un pictórico Tolkien del monte, que esas pinturas narrativas se las debía a las historias ‘melo-diosas’ que le contaba su abuela.

Aymenu significa: Los hombres del cielo. En esta cosmovisión, las estrellas son seres hermanos de los humanos, pero que nos quieren comer. Durante el día no pueden, porque hay mucha luz y calor; y durante la noche tampoco, porque hay mucho ruido, gracias a los grillos y al oportuno interruptor de las luciérnagas. La semana pasada, de regreso a Pevas, con las estrellas deseándonos, Rember volvió con la abuela Martha (quien se enferma de los bronquios cuando él se va de su lado), con sus cuentos-cantos milenarios, con el ampiri y a sentir que su corazón puede convertirse en un tigre volador o en una mosca que repta. Solo hay que probarla, desafiarla y ver.

Molinos y remolinos

Se resiste a ser llamada huitoto. Huitoto es un insulto, para ella, porque se los pusieron los patrones occidentales a los clanes aymenu y muruy para denigrarlos con el nombre de una hormiga negra, de cabeza grande y agresiva del árbol.

Mi padre aprendió a ser curandero cuando una de sus hijas se enfermó, y lamió el ampiri de cumala, que es más fuerte que el de tabaco, que te desmaya, y vio a la persona que le estaba haciendo daño. El espíritu de la planta le dijo: “Es un viejo que tiene mal corazón” y como si fuera un cañón le reventó una magia contra esa persona. Y en tres días, se ha muerto de verdad. Y se sanó mi hermana. Desde ahí se convirtió en médico aymenu.

Gregorio López, el padre curandero, empezó contándole a la pequeña Martha las historias de la época de la explotación cauchera, cuando los aymenu eran torturados con cepo, presos sin comida, quemados vivos (sus apellidos actuales son de los antiguos patrones). Martha continuó cercana a él, preguntándole por sus ícaros —canciones sagradas— y aquel la inició en los arduos secretos del ampiri. Tenía 18 años cuando comenzó a controlar esa sensación de que todos los huesos se quiebran como fideos en goma líquida, “y aprender a no gritar, a no correr, a ser fuerte, a decirte no soy cobarde, soy un valiente; y aguantar venga lo que venga, porque sientes que el mundo se voltea”.

Martha nació en pleno viaje de La Chorrera a Pijuayal, cuando huían de las matanzas caucheras en la frontera con Colombia. Vivió en la comunidad de Pucaurquillo y participó del crecimiento de la ciudad de Pevas, donde conoció a su esposo, el artesano Santiago Yahuarcani (“yo soy cocama, me casé a los 17 años con ella, mi único amor, con quien tenemos 50 años de casados”, dirá con un respeto ventral).

Refrescándose con cahuana (bebida de almidón de yuca) y comiendo beshú (una especie crocante de pan de casabe), su hijo mayor Santiago —padre de Rember— y también reverente pintor de sus visiones de ampiri y ayahuasca, la traduce y agrega: “Mi madre dice que tiene espíritu de guerrero hombre, ella es la que nos protege en el mundo espiritual de todos los males”. El ampiri es viscoso y picante al lamerse en intervalos, su líquido llega como una tromba rijosa al estómago, que se siente vacío y vacuo, hasta que sube a la cabeza. Al pie de la noche oscura de la selva y del alma, Martha viaja al espacio mítico que coexiste con este, cuando se abren como membrillos las puertas de la percepción.


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