Un buen día en amigolandia
Y AHORA, ¿QUÉ HACEMOS?
Como me encontré semi-obligada a hacerlo, después de tanta voltereta mental y de los buenos consejos y deseos de muchos de ustedes (los que agradezco, como siempre) llamé al chico de 24, que me aclaró que tenía 26 luego de leer el post anterior y regañarme por ser tan obvia (de paso, las noticias corren como reguero de pólvora en la blogósfera limeña), para decirle: si, quiero salir contigo.
Ahí mismo arrancaron los problemas. Los dos viajábamos pronto, ambos teníamos cosas pendientes por hacer antes de subir a nuestros respectivos aviones y nuestros horarios no coincidían para nada. Solo teníamos un día.
A continuación, transcribo lo que ocurrió:
- Entonces, Ali, ¿mañana?
- Si, mañana.
- ¿Nos encontramos a las nueve?
- De la noche- respondí, como una confirmación.
- No, de la mañana.
- ¿Nueve de la mañana? (como buena dormilona, solo me despierto temprano para ir a trabajar)
- Si, claro.
- ¡Ah! ¿Quieres tomar un café?
- No tomo café.
Me quedé callada. Me había sacado de cuadro. ¿Una cita a las nueve a.m. sin café de por medio? Sin lugar a dudas esta iba a ser una primera vez. Sonreí, y como ya estaba rumbo a la dimensión desconocida de las primeras citas, acepté.
¡Ah!, otra cosa, no lleves tu carro. A esas alturas, ya no dije nada y al día siguiente estaba parada entre dos avenidas de Miraflores a las nueve en punto. Fue chistoso encontrarnos ahí después de los comentarios recibidos en mi blog, el suyo y blogs (y bocas) ajenos y de amigos. Pero, gracias, nos dieron toda una conversación para romper el hielo y estar sentados en un autobús camino a sabe Dios dónde. Le pregunté recién cuando llegamos al centro de Lima.
Estuvimos caminando no sé por cuanto rato. Hablamos de todo; de cosas de las que ya habíamos hablado antes, seguro, pero con una voz distinta: la voz-cita. No recuerdo por qué calles fuimos ni los semáforos en los que paramos, solo recuerdo un instante en el que me jaló de los hombros para impedir que un taxi me pase por encima y no me soltó, ni yo dejé que me suelte. Y al voltear hacia él, nos miramos, esta vez de verdad (como esas veces, esas que parecen de verdad o que lo son, en que todo parece estar bien).
Hicimos el imposible recuento de nuestras películas favoritas. Estábamos a punto de declarar esa posible-futura relación como imposible al hablar del Dios -para algunos-Tarantino y mi ídolo personal (para otros, sobrevalorado) Wong Kar-wai, pero no sé como Woody Allen llegó con Interiores, Setiembre, Otra mujer, Maridos y Esposas, y Hannah y sus hermanas, al rescate. Entonces nos sentamos tranquilos a tomar una cerveza en un bar con vista a la antigua estación de trenes, dejamos la ficción en todos esos cines antiguos a los que nunca fuimos y comenzamos a hablar de realidades más cercanas. Es increíble cómo podemos estar rodeados de personas, hablar con ellas todo el día y jamás decir nada. No era novedad para él que soy una persona tímida, para mí si fue una novedad el tipo de chico que es él. Qué diferentes son las primeras impresiones; qué fácil es dejarse conocer por alguien que tiene ganas de conocerte y qué fácil se hace conocer a alguien que tiene la confianza de mostrarse tal cual es.
Quizás de todas las certezas del día, esta fue la más bonita. Salimos del lugar y bastó que le mencionase que, para mí, San Francisco era una de las iglesias más bonitas de Lima para que se le ocurriese entrar con un grupo de turistas a un tour en inglés. Jamás oímos nada de lo que el guía dijo. Nos quedamos detrás hablando de nuestra infancia. Creo que uno vive demasiado cuando es pequeño. Sin darnos cuenta, los dos estábamos solos en el patio. Nuestro grupo ya se había ido y ni siquiera habíamos llegado a la adolescencia.
Siguiente parada. El barrio chino. Teníamos hambre y nos sentamos en un lugar con banquitas que dan a la calle. Comimos en silencio min paus rellenos de carne. Le dije que esos patos que colgaban del cuello me ponían nerviosa y me abrazó como si me estuviese protegiendo de ese miedo. Yo me sentí segura. Al pagar, la señora de la caja nos dio galletas de la fortuna. Le propuse un intercambio. Yo me quedaba con su fortuna y él con la mía. Así lo hicimos.
Caminamos un rato más y terminamos en una exposición en el salón de la Casona de San Marcos. No había nadie. Ahí le dije que no quería hablar del pasado. No sé por qué lo hice. Me preguntó si era celosa. No le quise responder. Solo le dije que no me gusta hablar de los/las ex si no hay necesidad de hacerlo. No me dio la razón, ni si quiera me miró. Sacó de uno de sus bolsillos unos audífonos y me los puso. Me hizo escuchar una canción. Cerré los ojos. Escuché la letra. Where is my mind. Pensé que iba a besarme. No lo hizo. Cuando terminó la canción, le agradecí con una sonrisa.
De regreso, no paramos donde nos subimos al autobús. Seguimos de frente. Ya estaba atardeciendo. Nos bajamos en un parque y caminamos por el malecón de Barranco. Hice algo que siempre hacía cuando era niña. Me subí al cerco de piedra que separa el jardín de la vereda y caminé sobre él. Me cogió de la mano. Yo lo dejé guiarme. Cuando nuestro camino se terminó, seguimos. Y cuando la noche se terminó, en otro bar lejos del primero, sabíamos que había llegado el momento de decidir si nos quedábamos en Amigolandia o nos íbamos a otro lado. Esa línea invisible e imperceptible que, a veces, separa la amistad de lo que pueda pasar estaba ahí, entre nuestras rodillas y codos, en esa mesa chiquita que compartíamos, rodeados de mucha gente, pero realmente, solos.
- Y ahora, ¿qué hacemos?- pregunté.
- No sé. ¿Pedimos otra?
- Ya.
El resto, él y yo, lo sabremos después, me imagino. Sin embargo, es bueno saber que ahora convivimos en Amigolandia, somos vecinos en Ilusiolandia y quién sabe dónde más vayamos a habitar.
Muy tarde, esa noche, me comí su galleta de la fortuna y el papelito grasoso decía: su número de suerte es el 10. Ya estaba a punto de maldecir a la galleta porque ese número no me decía nada, pero me di cuenta que eran más de las doce; ya era diez de diciembre. No me quedó otra que darle la razón a la galletita y a mi corazón. Había sido un buen día.
Gracias a Henry Spencer por la divertida conversación con Renato. La pueden ver en su habitación: http://www.lahabitaciondehenryspencer.com
Canción para pasar un buen día
Escucha aquí un extracto de “Where es my mind” de Pixies
Velvet Underground – “Pale Blue Eyes”