Chicha para lelos – primera ronda
Como les contaba en Lelo en el Valle Sagrado, en mi corta estancia en Urubamba ya he tomado más chicha de jora que en mis tres años en Cusco. Dicen que acá crece el mejor maíz, por tanto, la chicha también debe ser la mejor. Así que como nuevo inquilino he tomado al choclo por las tazas para aprender un poquito más de mi nueva casa.
La chicha de jora es una bebida de maíz fermentado. Ponen los granos de choclo crudos en remojo durante varios días hasta que les sale una raíz (germinan) y a partir de ahí se le llama jora. Son hervidos en una vasija de barro y luego los vierten en otra vasija, donde se les cocina otra vez. La bebida resultante se fermenta durante la noche y al día siguiente está lista. Son las mujeres básicamente las que preparan chicha en Cusco y lo hacen para invitar a amigos, familia y para la venta.
La toma de chicha es una práctica que vive a través de los siglos. El escritor Pedro Felipe Cortázar en Documental del Perú, relata: “El Inca cogía dos vasos llenos de chicha, brindaba con el Sol y vaciaba el contenido de uno de ellos a una gran fuente de oro que estaba en el centro de la Huacaypata (Plaza de Armas). Luego el Inca tomaba un sorbo del otro vaso y después lo repartía entre los miembros de la nobleza”. Se refiere al Inti Raymi, la fiesta más importante del Imperio Incaico.
Leyendo sobre alimentación en época incaica llamó mucho mi atención que nuestros ancestros no tomaban agua. Aquello, según Rosario Olivas en su libro “La cocina de los Incas”, hubiera sido considerado un castigo. “Los indios nunca tomaban agua pura, solo chicha, y siempre después de comer o durante las fiestas. No había mayor tormento que obligarles a beber agua”, escribe. Sin embargo la creatividad culinaria de entonces era muy rica pues no solo preparaban chicha de maíz, sino también de quinua, yuca, molle, oca, de algarrobas (en Tucumán), de fresas (en Chile) y, según Olivas, “todas embriagaban, y algunas lo hacían con tanta o más fuerza que el vino”.
Gary Urton es un investigador norteamericano que pasó varias semanas -a finales de los 70´s- acampando en el valle sagrado para estudiar la relación entre el cosmos y la vida en tierra andina. En su libro En el cruce de rumbos de la tierra y el cielo, habla sobre la chicha: “mientras trabajan en el campo, generalmente los hombres toman un descanso a media mañana y otro a media tarde. Si solo un grupo pequeño de hombres está trabajando trae consigo pequeñas jarras de chicha y la beben durante estos descansos (…) las jarras de chicha se hallan, por lo general, ya vacías a media tarde y es muy común ver a los muchachos jóvenes descendiendo aceleradamente la cuesta del cerro para volver a llenar la jarra de sus padres”. Urton percibió inmediatamente que la chicha y el trago son parte elemental de la vida andina y de la integración social.
En mi caso, he sido parte de la toma de chicha de varias formas. La más común en una chichería. Otras con amigos para caminatas, hacer música o paguitos a la tierra. En todas he percibido que lo sagrado (ritual, ofrendas) y lo profano (el divertirse, emborracharse) no se diferencian mucho. Son la misma cosa. La chicha está siempre en el centro de la reunión y la reunión sagrada.
Llegar a una chichería es sencillo, solo hay que detectar la chichaseñal. Esta es un palo que sale de la puerta de cualquier casa con una bolsa roja en la punta. Es probable (lo he sentido yo) que se sienta tímido para entrar porque las chicherías son en las mismas casas. Así que es como entrar a la sala de una familia desconocida a tomar con ellos. Se dan cuenta de inmediato cuando no eres lugar, primero por la apariencia, segundo porque seguramente no hablas quechua (es hermoso escuchar sus conversaciones y risas en este idioma). Sin embargo la onda siempre es bonita y te hacen sentir cómodo, o simplemente no les importas, lo que también está bien.
La chichería es comandada por una señora, generalmente muy vieja que está sentada al costado de su vasija gigante llena de chicha o frutillada (chicha con frutilla, que no es fresa, ¡ojo!). Estas mujeres no hacen muchos movimientos, solo para servir y parecen siempre vigilantes, adustas, aunque más de una vez les he visto sonreír. Las chicherías están llenas de cosas preciosas como imágenes, ofrendas de plantas, objetos inclasificables que significan algo que no sé, seguramente para traer buena suerte, fortuna, clientes, etc.
Aunque me encantaría decir lo contrario, una chichería no es para cualquiera. Entrar a una casa campesina y ser parte, aunque sea un ratito de su vida, será para muchos un impacto cultural difícil de resistir. Las chicherías son generalmente espacios sucios, con animales por todos lados y las costumbres-como compartir el vaso mal lavado entre decenas de bocas- no serían del gusto de muchos que conozco. A mí particularmente me encanta todo esto porque nuestras categorías sobre lo bueno y lo feo, bien y mal, sucio y limpio, son demasiado arbitrarias y me gusta desprenderme de ellas, porque el problema no es el objeto, sino el ojo. El que mira bien encontrará en estas chicherías las fiestas más hermosas del mundo.
Sinceramente pensé que este post me tomaría menos letra, pero aún falta mucho por contar. Queridos lelos, como lo único que quiero es darles una buena historia, me he tomado el lujo de partir en dos rondas este texto. Ahora recuerdo que no hay chicha que se tome de una sola, ni primera sin segunda. ¡No se vayan, hasta pronto!