Taytacha Qolloriti – Peregrinación parte 2
Llegamos a Mawayani a las dos de la mañana del dos de junio. Lo primero que me sorprendió era la cantidad de gente. Sabía que sería mucha, pero no que caminaríamos miles de personas codo a codo, chocando entre nosotros. La zona de la partida era muy comercial: vendían velas, flores, ropas de abrigo, bebidas calientes, pilas, linternas, dulces, cigarros, etc. Arrancamos entre la multitud y paramos en cada cruz (hay ocho en total, separadas por un kilómetro cada una aproximadamente) donde dejábamos ofrendas. Yo llevé piedras como cuarzos, amatistas, sodalitas y las dejé en cada estación. Era un poco raro volver a rezar frente a una cruz. Creo que no lo hacía hace mucho. Pero también comprendía que la imagen es una imagen, y que aquello podía ser Jesús y también la montaña, mi padre. La imagen es un vehículo hacía el más allá. Un símbolo.
Durante la subida íbamos en silencio porque hablar cansaba. De repente caminamos dos horas y no parecía. Volábamos. Solo nos despertaba de la meditación hechos accidentales como un resbalón (propio o ajeno) o una pobre mujer desmayada que bajaban dos hombres en camilla. El camino era oscuro, cubierto de barro y la luna era inmensamente luminosa.
Hacia el amanecer llegamos al Santuario. Cruzamos una nueva parte comercial donde vendían látigos para alejar al condenado y para que “su hijo desde de ir al internet”, así como fajos de billetes de mentira con la frase “20 mil dólares 1 sol”. También había casitas en miniatura, bodeguitas, pequeños talleres de mecánica, o títulos de propiedad, profesionales, etc. Luego me enteré que esto se llama “Mercado de Alacitas” y que “comprabas” la casa de tus sueños con, por ejemplo, 40 mil dólares (o sea, dos soles) y el Señor hacía realidad tu vivienda en pocos días.
No es tan loco si uno lo imagina. El universo necesita señales claras de nuestros pedidos. La materialización de las ilusiones es el gran paso hacia su realización y ellos lo saben, lo practican, visualizando hijos, negocios, propiedades, matrimonios en este mercado de plata bamba. En este fascinante juego contratan notarios, abogados, curas, van al banco, hacen el papeleo y todo el trámite necesario para que el Señor vea qué es lo que ellos quieren. Luego voilá, casita, familia, prosperidad y felicidad.
El santuario era una locura. Éramos miles (¿10, 20 mil, 100 mil?) armando nuestras carpas, tendiendo plásticos en el fango, helados pero misteriosamente llenos de energía. La algarabía popular era enorme, las bandas tocaban piezas diferentes pero se engranaban por razones que no entiendo y tampoco quiero entender. Esto, más las miles de voces, era una sinfonía que se afinaba a sí misma. Cuando se vieron los primeros rayos del sol por entre los picos del Apu Sinak´ara todos tocaron el Inti Alabado, que es una pieza de saludo y agradecimiento al sol. Todos lo ejecutan de rodillas. En aquel frío es muy fácil comprender por qué el sol merece alabanza.
José, mi hermano de camino, con el que fui y que ya estuvo varias veces, me dijo que vayamos cerca del nevado para ver “la bajada de los Ukukus”. Estos son unos personajes encapuchados –según la leyenda mitad hombre, mitad oso- protectores de las montañas y enlazadores entre los humanos y estas. Son la autoridad de la peregrinación y simulan, no tengo idea por qué, una voz aguda como un pito. Son graciosos pero al mismo tiempo muy estrictos. Por ejemplo, si te ven con gorro durante el paso de la cruz te pueden dar un latigazo y hay que aceptar nada más.
Los Ukukus, o Pablitos, como también se les llama, son miles también y están organizados por naciones. Cada nación proviene de una región de Cusco (Paruro, Quispicanchis, Paucartambo, Queros, Anta, etc.) Todos tienen un comportamiento similar: bailan, protegen, usan los mismos tipos de prendas, pero se diferencian por colores y a veces tipos de comportamiento. Por ejemplo me pareció que los Pablitos de Paruro (de amarillo y negro) eran más jocosos y rayados. En general, todos son un poco dementes y eso hace lindo todo. Verlos bajar desde el Nevado (al que suben por la madrugada para hacer bautizos a los nuevos Ukukus y rezar al hielo) es un show único en el mundo. Uno puede ver la larguísima hilera de éstos bajando sin miedo por la blanca nieve, cantando, saltando, tocando música con quenas, acordeones, o teclados, arpas, guitarras, bombos, cualquier cosa que suene, como las pequeñas botellitas que todos llevan colgando de su cuello.
Luego fui al Santuario porque quería conocer la piedra con la imagen de Jesús pero hay que hacer una cola de cientos de personas y no me sentía con la fuerza para eso. Así que rondé el Templo, puse mis velitas donde me pareció apropiado y recé lo más sincero posible por mis amigos, mi familia, por trabajo, por salud, por amor. Así me fui a la carpa a dormir aunque sea un par de horas. Al mediodía arrancaría la caminata de las 24 horas.
* * *
El camino de las 24 horas empieza con una dolorosa cuesta, desde donde se ve cada vez más pequeño el Santuario y se aleja el bullicio de las miles de personas. A esta parte del camino también van muchas personas, pero también muchos regresan hacia Mawayani. Diría al ojo que la mitad la sigue y la otra vuelve. Al terminar el primer subidón de una hora se puede ver la cadena de picos del Ausangate, montaña tutelar de la cosmovisión andina. Acá los viajeros dejan ofrendas de coca, cigarritos prendidos sin fumar, se sientan a mirar. En mi caso empecé a experimentar aquello para lo que había venido: la sensación de ser uno con la naturaleza. Sinceramente el Santuario y todo lo anterior fueron fascinantes pero me sentía un poco aturdido de tanto movimiento. De repente, el Ausangate detuvo todo en su boca profundamente gigantesca. Ahora todo estaba detenido mientras estábamos, sus hijos, en movimiento.
En algún momento le conté a José mi visión de Ayahuasca, en que lo vi como mi hermano, el que me mostraba el sentido de familia en Cusco y que lo amaba y me sentía agradecido de que ser parte de su vida. En algún momento él me mostró dos aves que volaban y me dijo “¿sabes quiénes son? Somos nosotros Manu”.
Así baje una pendiente, respirando aire fresco, sintiendo que todo estaba bien, que ya no me acuerdo que qué estaba mal. Que era uno, por fin, otra vez. Así pasaron tres, cuatro horas y empezaba a atardecer. Ahora todo el terreno estaba cubierto de ichu, que es este tipo de arbusto amarillo y duro que sale en zonas de mucha altura. El Sinak´ara quedaba atrás pero su enorme pico se dejaba ver aún. Ahora todo lo reinaba el Ausangate. Seguían las comparsas de los músicos sonorizando los pasos de todos los peregrinos. No paraban nunca. Los Pablitos seguían alegres y aparentemente nada cansados. Así llegamos a una explanada donde todos hicieron un saludo ferviente a la Cruz de Tayankani, pueblo al que íbamos y donde terminaría todo, mañana por la mañana. Luego seguimos hacia Yanacancha, adonde llegamos a las siete de la noche para armar campamento, descansar un par de horas y seguir por la madrugada.
En Yanacancha los Pablitos escenificaron la persecución al condenado (mal espíritu) en la falda de la montaña. Había un personaje con un traje de esqueleto que trataba de escapar, pero el Ukuku lo alcanzaba y le metía latigazos. Todos mirábamos el ajusticiamiento desde nuestras carpas, panza arriba, riendo del triunfo del bien sobre el mal. Se escuchan “¡¡¡Au!!!” colectivos cuando el Ukuku le daba un severo chicotazo. Todo daba risa. Todo parecía inverosímil. Era como una gran obra de teatro que como la música, se organizaba sola.
Después de descansar tomé un ponche caliente de habas que me devolvió a la vida. Este y un poco de pan me pusieron en marcha otra vez. Así arrancamos para lo que fue lo más duro del recorrido. Ya era oscuro, se veía poco aunque la luna, como la noche anterior, iluminaba nuestros pasos. De repente caminé –hoy me doy cuenta- largo tiempo mirando los pies del peregrino del frente, siguiendo su paso. Me sentía bien. Vinieron algunas subidas. Nos deteníamos a descansar también. En un momento mi grupo (éramos cuatro personas) se separó y nos perdimos por algunas horas. Aquello me desconcentró y me sacó de la caminata. Lo más duro fue que vino una bajada de una hora y aunque parezca extraño, a veces las bajadas son más difíciles que las subidas porque las rodillas duelen y las piernas tiemblan. En ese momento me di cuenta de lo poderosa que es la mente y que la preocupación por mis amigos me estaba robando energía. No pasaba nada, más tarde nos encontraríamos. Trataba de volver al presente. Enfocarme en cada paso y no en todo el camino. Cuando llegamos a la base de tremenda subida me tiré al piso y al poco tiempo aparecieron mis amigos. Para todos fue una dura bajada.
Debían ser las 12 de la noche. Seguimos por un par de horas más. A veces cruzábamos pampas en las que provocaba armar la carpa y terminar con todo. Algunas de ellas eran hoteles millones de estrellas. Pensaba que esta no sería la primera vez que vendría. Que sería lindo también venir un día sin gente y estar solo acá, en carpa mirando las estrellas.
Pero la gente era lo que nos hacía andar. Era duro estar solo y en silencio. En cambio, cuando sonaban los bombos y veías a los viejos campesinos subiendo cuestas sin dejar de tocar la quena te animabas. Sentía que todo sería posible. De repente aquella cosa que me trajo, el “paisaje humano”, la devoción, llenó de amor mi corazón. De lejos veías a los Pablitos que tampoco paraban. Detenerse sería morir. Todo era seguir, con breves intervalos de descanso, hacia el siguiente paso.
A mitad de la madrugada llegamos molidos a una nueva explanada donde sería el campamento previo a Tayankani. Armamos la carpa otra vez y en menos de cinco minutos me quedé dormido. De lejos escuchaba las bandas y luego no escuché nada. Dormí increíble, sin frío.
De repente un bombo vino de lejos y luego la voz de José diciéndome “Manu, ya va a ser el Inti Alabado”. Me paré con harto sueño a ver el nuevo saludo al Sol. Aunque estuvo nublado y no se vio tanto, nunca olvidaré la hilera larguísima de Pablitos arrodillados, recibiendo a Tayta Inti. Era otra vez este paisaje humano el que embellecía a la naturaleza. El hombre es realmente una creación maravillosa.
Siguieron tres horas de camino hacia Tayankani, que era un pequeñísimo pueblito que parecía explotar sus bordes con tanta gente. Ahí –casi- terminaba todo y la gente ya empezaba a destapar botellas de cerveza (antes no se puede beber). También comían chicharrón de alpaca, sopa chairo, caldos de gallina, arroz con huevo, etc. La Cruz de Tayankani era depositada en su lugar ante los últimos esfuerzos de los agotados Ukukus. Me emocionó hasta las lágrimas ver a los de la nación de Anta saltando y bailando con una fuerza descomunal, como si no tuvieran días caminando y entregando lo poco de energía que quedaba a su Cruz. Era su último respiro y era indescriptiblemente bello.
Dije “casi” porque había que llegar a Ocongate para tomar los carros de vuelta a Cusco. Me despedí de Tayankani con un poco de pena, muy cansado y con ganas de ducharme, cambiarme de ropa, comer la vida entera, ver una película y dormir silenciosamente. Pero había que caminar un poco más, el último esfuerzo también. Había que subir una montaña más porque Ocongate estaba “al otro lado”. Fue sin embargo menos difícil de lo que esperaba. Cuando llegamos a la cumbre pudimos ver el pequeño Ocongate chiquito, abajo. Lo último que quedaba era una gran bajada, otra vez, pobres mi rodillas.
Mientras bajaba me temblaban otra vez las piernas. Bajé conversando con José quien me decía que estaba pensando seriamente postular para ser Ukuku. Entonces no sé cómo empezamos a acelerar el paso, luego a correr en bajada como Pablito, riendo enormemente, nuevos otra vez, más rápido cada vez, levantando polvo y ensuciándonos más todavía. Bajamos haciendo zigzag, como los Ukukus trenzándose entre sí y entonces, sin saber cómo la luz, Ocongate. Habíamos llegado.
La llegada es una cosa increíble. En nuestro caso nos tocó llegar junto a los Pablitos de Anta, que antes de entrar definitivamente al pueblo de Ocongate hacen un baile y reciben el saludo y aplauso de los cientos de pobladores en la pequeña placita al que desemboca la bajada. Los niños y mayores miran como héroes a los peregrinos que vienen del más allá, purificados y habiendo rezado por la paz mundial. Una señora me preguntó “¿usted también viene de la caminata?” sus ojos brillaron como el de una madre orgullosa cuando le dije que sí.
No lo dije, pero apenas termina la bajada te reciben con un vaso de chicha de jora, la cual sella con broche de Inca todo el recorrido. Es un pequeño detalle pero que termina por hacerlo más mágico, más bello, más emotivo. Cuando hemos acabado, nuestro grupo de cuatro personas se abraza y nos agradecemos por acompañarnos, por cuidarnos. Entonces sé que tenemos un lazo único y que durará por siempre. Me siento lleno de gracia en ese momento. Gracias José, Maite y Stefanie, con todo mi corazón.
Yo tengo que volver a Cusco rápido y ellos quieren quedarse pero nos cuesta despedirnos. Es aquello que “venimos juntos y nos vamos juntos”. Sinceramente eso no me importa en ese momento. Ellos quieren quedarse y yo tengo que irme. Sé plenamente que ya estamos en el mismo camino para toda la vida. Me alegro de que decidan quedarse y seguir con lo suyo. Yo me alegro de subirme en el carro de vuelta, solo, a pensar, a dormir y me alegro de que mi celular aún tenga batería para escuchar música. Me quedan tres horas hasta Cusco, hasta la ducha, el almuerzo y la ropa limpia.
Entonces tengo fe de que mi sueño se hará realidad, que seré más consciente cada día, que viviré feliz, que estaré rodeado de amor, que tendré mucho y bonito trabajo, que tendré salud y que mi familia es hermosa y que también estará bien, que mis relaciones humanas serán más saludables, que mi novia también es hermosa y que nuestra unión es sagrada, que mis proyectos de vida están al alcance de mi mano, que soy capaz de ser lo que quiero, que soy bueno en lo que hago, que soy fuerte, valiente y resistente, que estoy lleno de energía y bien guiado por mi padre, Jesús, Apu Ausangate, Apu Pachatusán, por el viento, por el agua. Que todo está increíblemente bien en este momento.
También sé que quiero que regresar, pero que depende del Señor de Qolloriti que así sea. Por mi parte, pondré lo mejor de mí.