Hay que saber decir adiós incluso a las mascotas
La imagen que viene a mi mente cuando recuerdo a Bafi, una enorme mastín inglesa de 80 kilos de peso, es sentado junto a ella en un sillón, en el jardín de mi casa, sin hacer nada más que acompañarnos. Creo que ese era nuestro momento, un tiempo contemplativo que teníamos cada tarde.
He tenido varias mascotas en mi vida, como veterinario he adoptado perros, gatos, pececitos, pero también caballos, patos, pollos… Y entre todos, Bafi siempre fue mi preferida. Quizá por su nobleza, quizá por su delicadeza, pero definitivamente por su leal compañía. Me acompañaba en todos mis viajes a lugares campestres, subía a mi camioneta emocionada, y una vez que llegábamos al campo corría a su antojo.
Bafi se crió con mis tres hijos, y luego vio crecer a mis nietos, con quienes jugaba siempre que los veía. Ella nunca protestó. Sus 80 kilos debajo de ese pelaje blanco eran de nobleza pura.
Al pasar los años la energía de mi mastín comenzó a disminuir y pasó de ser una mascota juguetona a una perrita más reposada. Al cumplir los 15 años empezó su declive. Fue el inicio de sus problemas de columna que le produjeron dolores muy fuertes.
El padecimiento se reconoce porque el animal cambia su comportamiento. Tiene dificultad para caminar, subir escaleras y más aún para correr.
Hasta los 14 años Bafi seguía corriendo hacia la puerta cuando me sentía llegar a casa, y una vez que yo entraba por la puerta saltaba –y lo hacía desde que era una cachorra- hasta lamerme el rostro. Pero, en esta etapa de vejez ya casi no podía levantarse de su sitio. Me seguía esperando de pie junto a la puerta, pero ya no podía saltar, solo movía la cola. También se le complicaba echarse. Daba muchas vueltas antes de dormir. Deslizaba sus patas delanteras hasta que por fin lograba echarse. Y con el tiempo se hizo frecuente escuchar sus quejidos de dolor.
A pesar de darle analgésicos, su mal siguió empeorando.
Las personas que adoptamos una mascota debemos estar preparadas para decir adiós. Desde que llega a nuestros brazos siendo una cachorra, sabemos que vivirá menos tiempo que nosotros.
Un perro vive en promedio unos 15 años si es de tamaño pequeño y unos 10 si es grande. Es decir, mi Bafi había superado sus expectativas de vida. Ella no era grande, era enorme.
Cuando un perro llega a anciano, tal como sucede con los seres humanos, aparecen las enfermedades. No es justo para una mascota ni ningún ser vivo prolongar su agonía, pues sufrir no es calidad de vida. No es calidad de vida sentir dolor. Mantener con vida a alguien que sufre solo porque uno lo quiere a su lado, es más un acto de egoísmo que de amor.
Una noche de mayo, reuní a mi familia y les dije que debíamos proceder con la eutanasia. Que Bafi nos había hecho muy felices y dado mucho amor durante su existencia, pero que había llegado su hora de partir.
Mis hijos son veterinarios como yo, y ninguno de nosotros podía practicarle la eutanasia, que consiste en colocar dos inyecciones al animalito para que pueda descansar para siempre. Una de las inyecciones lo relaja y el otro lo duerme. Generalmente solo con la primera inyección el animalito fallece. En pocas ocasiones requiere de la segunda.
Y sucedió. Estuve en sus últimos momentos de vida junto a ella. Yo la acariciaba mientras el veterinario le colocaba la inyección. En sus últimos minutos de vida le agradecí por haber sido mi compañera durante todos esos años.
Después de Bafi, pensé no tener ningún perro más, pero el tiempo cierra heridas. He adoptado otras cachorritas, pero como dije al inicio de mi relato, Bafi, mi mastín, fue muy especial para mí.