Parásitos extremos (4): Atracción fatal
Una fría noche de invierno, dos ratas caminan despreocupadas por un céntrico parque de la capital. De pronto, una de ellas percibe un olor y entra en pánico. No había dudas, se trataba de un gato. Su instinto inmediatamente le hace salir del lugar a toda prisa. Sin embargo, la otra rata se queda ahí parada, estática, como si estuviera hipnotizada. En eso, un gato callejero entra en la escena. Mira a su presa inmóvil y poco a poco empieza a acercarse. La rata parecía no tenerle miedo. Se quedaba quieta, desafiante, como disfrutando del momento. Y de un momento a otro, ¡suás!, el gato la captura y la devora lentamente.
Todos nos preguntamos ¿por qué no escapó? ¿por qué parecía sentirse atraída por el olor de su depredador?
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Toxoplasma gondii es un pequeño organismo unicelular (protozoario) que vive dentro de las células de ciertos animales. Los gatos son su principal hospedero ya que en las paredes de sus intestinos se reproducen y forman las esporas infecciosas que son liberadas al exterior a través de sus heces dentro de unos huevecillos llamados ooquistes.
Cuando los ooquistes son ingeridos por otro animal (un ave o un mamífero), las esporas maduras (esporozoitos) invaden sus músculos y cerebro formando quistes. Sin embargo, en estos animales no pueden reproducirse. Deben ingresar nuevamente a los intestinos de un gato para completar su ciclo de vida.
Estudios en campo han encontrado que al menos la tercera parte de los roedores silvestres están infectados por T. gondii, quienes no parecen mostrar síntomas de alguna enfermedad a pesar que sus cerebros están infestados por este parásito.
A fines de la década de 1970, Piekarski y Witting observaron que las ratas de laboratorio infectadas con T. gondii veían afectada su capacidad de aprendizaje y memoria. Unos años después, Hay y Hutchinson descubrieron otros cambios importantes en su comportamiento: mayor hiperactividad y curiosidad.
Estas observaciones sugerían que el parásito, al alojarse en el cerebro del roedor, se encuentra en una posición ideal para manipular su comportamiento y facilitar así su transmisión a nuevos felinos. Pero, ¿cómo lo hace? Un trabajo publicado en el 2000 encontraba la respuesta.
Joanne Webster y Manuel Berdoy pusieron ratas infectadas con T. gondii y ratas sanas en corrales de cuatro metros cuadrados con diferentes olores en cada esquina: el propio olor de la rata, un olor neutral (agua), orina de conejo (que sirvió como control) y orina de gato. A través de una cámara observaron sus preferencias. Los resultados mostraban que las ratas infectadas con el protozoario tenían una extraña afinidad por el olor de los gatos, que incluso es más fuerte cuando la orina pertenece a un felino silvestre.
La respuesta del roedor a la presencia de un gato involucra una compleja red de neuronas que primero detectan el olor, luego averiguan su origen y finalmente deciden qué acción tomar, en este caso, huir inmediatamente. Todo esto se da a través de la expresión coordinada de diversos genes que codifican proteínas y fabrican moléculas que transmiten el mensaje a todo el cuerpo (neurotransmisores).
Lo que hace T. gondii en el cerebro de los roedores es algo sencillo: activa la expresión de un neurotransmisor llamado arginina vasopresina (AVP), la cual es producida en un grupo de neuronas ubicadas en la amígdala. Si el gen responsable de la síntesis de este neurotransmisor es bloqueado, el efecto de T. gondii es revertido y las ratas infectadas vuelven a tener miedo a los gatos.
De esta manera, T. gondii controla la mente y voluntad de las ratas. Inhibe su miedo natural por los felinos y las convierte en presas fáciles para así volver a invadir las células del animal que le permite reproducirse y completar su ciclo de vida. Además, este sería otro claro ejemplo del concepto de fenotipo extendido propuesto por el biólogo Richard Dawkins pues los genes del parásito actúan también sobre su entorno, en este caso, sobre el comportamiento de su hospedero para favorecer su propia supervivencia.