Apertura y cierre en la cultura metal: el equilibrio imprescindible
Desde que la población pasó a concentrarse en las ciudades modernas como consecuencia de las revoluciones industriales y que, desde los años 20, naciese una cultura específica de los jóvenes se han ido erigiendo identidades colectivas en torno a diferentes manifestaciones de la cultura como las corrientes artísticas, los clubes de fútbol, los géneros del cine y las corrientes musicales. Una de las más carismáticas y persistentes desde su aparición a finales de la década del 70 es la del heavy metal. Una construcción que ha ido evolucionando desde entonces asimilando y re-creando formas previas a la vez que generaba otras propias y que ha conseguido expandirse con diversa, aunque en general buena, fortuna por todo el orbe.
Esta cultura está formada por un patrimonio de recursos (simbólicos y físicos) cuyo núcleo es claramente distintivo e identificable, aunque en su periferia las fronteras se tornen un tanto vagas y se interseccione con otras culturas. Adopta la forma de los bricolages de Levy Straus, tal como ya apuntara hace años Deena Weinstein en su clásico estudio. Las diferentes comunidades de metaleros toman de este patrimonio común diversos elementos para usarlos como signos distintivos tanto visuales como de comportamiento e identificación cultural. Dependiendo de cuál comunidad sea, se trate de blackers o de glammers, de powers o thrashers, de doomsters o hardcorianos, unos elementos son tomados en preferencia sobre otros, unas actitudes son más frecuentes que otras. Sin embargo, son suficientemente cohesivos como para presentar una imagen relativamente homogénea desde fuera y permitir el reconocimiento como metaleros.
En cualquier caso, esta dinámica adquiere importancia crucial para los cultores y partícipes del metal. El patrimonio simbólico empleado se convierte en señas de identidad que son celosamente defendidas de diferentes formas tanto hacia afuera como internamente dentro de las comunidades de metaleros, y que termina generando una dinámica entre dos movimientos o “giros” que son los que les constituyen y cuyo equilibrio resulta fundamental para la mera sobrevivencia del metal más allá de la música. Uno de estos movimientos sigue una dirección centrífuga es decir pugna por abrir la cultura y la música metal, por hacerlas más accesibles y hasta aceptables al resto de la sociedad. Está formada por bandas y personas que desean una visibilidad y reconocimiento mayores dentro de la amplia y global civilización en la que nos movemos. Suele estar abierta a cambios y acepta la evolución de los estilos, hasta cierto punto al menos (suelen ser más conservadores de lo que les gusta admitir). Sin embargo, existe otro movimiento que sigue una dirección centrípeta, que pugna exactamente por lo contrario, que hace todo lo posible por cerrar el metal, por hacerlo menos conocido, por mantenerlo “puro” para los seguidores fieles (los eternos “defensores de la fe”) y está formado por bandas y personas que incluso se jactan de que la deseabilidad y aceptación sociales no solo no son importantes sino hasta indeseables para la validez identitaria del metal. Suelen rechazar los cambios y la evolución, aunque en general no pueden evitarlos. De hecho, el metal que defienden es el producto del cambio y la evolución de lo que hubo antes.
Hecha la explicación anterior, mantengo que ambas actitudes son absolutamente necesarias e interdependientes en grado sumo para la existencia de la cultura del metal tal como la conocemos en el mundo. Si la tendencia centrífuga primase, el metal terminaría diluyéndose en la sociedad dominante en la que habita, perdería su especificidad cultural, sus señas contraculturales e incómodas para la sociedad, lo que le hace valioso como referente de identidad, perdería sentido y pasaría a ser solo un tipo de música más lo que al poco tiempo le haría irrelevante.
Si, por el contrario, primase la tendencia centrípeta, el metal acabaría cerrándose por completo hasta volverse tan excluyente que su capacidad para sumar nuevos miembros se volvería anecdótica, otras culturas urbanas más jóvenes terminarían suplantándola y el metal aunque quizás durara algo más, privado de todo cambio, acabaría extinguiéndose conforme sus integrantes fuesen desapareciendo por muerte natural. Esta necesidad de que ambos movimientos existan es más obvia porque suelen coexistir en las mismas personas. Efectivamente, la mayoría de metaleros buscamos algo de esa aceptación social, de que el metal obtenga una porción del reconocimiento que creemos merece tan excelente género, que no se rechace algo que evidentemente expresa valores estéticos interesantes y complejos, pero por otro lado no queremos que se contamine del mundo, de todo aquello que hemos rechazado y que nos llevó al metal. Queremos que sea conocido y cultivado y no se desvirtúe como la mayor parte de la cultura dominante. Curiosa y existencial paradoja que habitamos la mayoría de los metaleros que sin embargo necesitamos vivirla de manera equilibrada por el bien mismo del metal.
Una versión más breve de este articulo apareció en Cuero Negro número 16 – 2020