Voluntad a prueba de fuego
Cinco días antes de que el arquitecto Fernando Belaunde Terry asumiera su primer gobierno como presidente del Perú en 1963, el cirujano pediatra Augusto Bazán Altuna y un grupo de niños internados por quemaduras en el entonces Hospital del Niño vieron hecho realidad el sueño de contar con un área exclusiva para recibir tratamiento adecuado y especializado en nuestro país.
El entonces presidente de facto —designado por la Junta de Gobierno— general Nicolás Lindley López inauguró el Pabellón de Quemados del hoy Instituto Nacional de Salud del Niño (INSN), en compañía del doctor Augusto Bazán y de Hortensia Pedraza de Villavicencio, madre de un niño afectado por una quemadura, quien formó un comité de damas para recolectar donativos para la nueva área.
La experiencia de Bazán Altuna jugó un papel preponderante en la adecuación del ambiente, ubicado en el tercer piso del pabellón 1 de la otrora Escuela de Enfermeras del hospital.
“Ese día fue victorioso para nosotros, habíamos pasado todos los obstáculos, por fin contábamos con un área exclusiva para el tratamiento de niños quemados”, recuerda Bazán, mientras llegamos al lugar que esta semana cumple 47 años de servicio a niños con quemaduras de primer, segundo y tercer grado.
A sus 94 años, la presencia de Bazán Altuna no pasa desapercibida. Sus jóvenes colegas lo saludan con reconocimiento hasta que de pronto surge un “buenas tardes, doctorcito”, y al voltear vemos que se trata de una enfermera que no tarda en darle un fuerte abrazo.
Ya en el lugar, este chiclayano, egresado en 1948 de la Facultad de Medicina, en la especialidad de cirugía, de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, se abre paso y vuelve a recorrer aquellos pasillos donde laboró y estudió la posibilidad de calmar el dolor por quemaduras. “Es una huella que marca al niño, a la familia y a todos nosotros”, dice.
Nos dirigimos hacia uno de los ambientes de recuperación y encontramos a tres niñas que, a pesar de las vendas que cubren sus heridas, le sonríen a la vida.
Cuando empezaron las atenciones, el pabellón de quemados tenía 37 camas distribuidas de manera estratégica. “Adecuamos una cama para el área de aislamiento de pacientes infectados, otras tres para la sala de posoperados y una más en la sala de operaciones, donde se podían hacer intervenciones de trasplante de piel o de secuela de quemaduras”, comenta Bazán Altuna.
Hecha la pausa, continúa el relato y recuerda que luego adecuaron la sala para esterilizaciones, curaciones, rehabilitaciones y las correspondientes para repostería, ropería y la sala de entretenimiento.
“Con todos estos servicios adecuados y los conocimientos que íbamos adquiriendo, emprendimos la lucha contra la mortalidad”, nos comenta mientras seguimos los pasos de su frágil figura cubierta por aquel mandil blanco que a distancia es reconocido por sus pequeños pacientes.
Estos niños son mis hijos, mis nietos, son toda una vida. Por ellos trabajaré hasta que el cuerpo me lo permita”, remarca Bazán Altuna, quien dedicó días íntegros a la atención de miles de pacientes que buscaban ser tratados por él mismo.
Grandes logros
Hasta 1950, el nivel de mortalidad en pacientes menores de 12 años llegaba al 40%. No obstante, al año siguiente gracias al apoyo de médicos estadounidenses, Bazán logró aplicar la fórmula de Evans (administración de cloruro de sodio vía intraperitonial) y reducir la mortalidad a 6%. Años después, esta cifra se redujo al 0,03% gracias a una alimentación hiperproteica e hipercalórica.
En 1964, el país se convirtió en el testigo de un gran avance en la medicina humana. Bazán Altuna, en su afán por atenuar el padecimiento de los niños quemados, descubrió la técnica del trasplante de piel de cerdo en niños con quemaduras de tercer grado. “En un inicio me pareció una locura, pero las pruebas en laboratorio mostraban que esta piel no se deshidrataba, evitaba infecciones y permitía formar un nuevo tejido”, detalla este médico de gran biografía.
Para conseguir este producto, en aquel entonces, Bazán Altuna se trasladaba hasta la Universidad Nacional Agraria para comprar lechones. “Hacíamos un pozo para comprar lo necesario”, recuerda. Ya en 1996, se funda el Banco de Tejidos, donde la piel de cerdo, hasta el día de hoy, es esterilizada con rayos gamma.
La cantidad de reconocimientos a su esfuerzo no bastan para agradecerle su entrega de 63 años de trabajo, de los cuales 23 los hizo ad honórem. Muchos de los capítulos de su vida están colmados por las historias de este hospital, donde la ciencia va de la mano con el amor. No hay otra fórmula.
(Sulma Huaringa)
Fotos: Archivo Histórico El Comercio
Miguel Bellido/ Leslie Searles/ El Comercio