Experiencias extremas
En situaciones límite las personas suelen desenterrar de lo más profundo de su personalidad lo mejor y lo peor. Treintitrés mineros chilenos están enfrentando, desde el 5 de agosto, el trance más difícil que alguna vez imaginaron. A 700 metros de profundidad han logrado mantenerse con vida a través de un cordón umbilical de oxígeno que los alimenta y les permitirá seguir luchando por volver a la superficie y abrazar a sus familias. Repasemos casos similares que concitaron la atención del mundo.
El 12 de agosto del 2000, los 118 tripulantes del submarino nuclear Kursk quedaron encerrados en su gigantesca nave en el fondo del Mar de Barents luego de una súbita explosión en la sala de torpedos que desactivó sus dos reactores nucleares. Desatada la tragedia, factores políticos y estratégicos se antepusieron a la vida de los sobrevivientes, retardándose el urgente pedido de ayuda internacional.
Este perverso secretismo solo pudo romperse dos días después, tras el clamor de los familiares y el ruido de la prensa mundial, que obligó al presidente Vladimir Putin a abandonar sus vacaciones y permitir que especialistas noruegos e ingleses iniciaran la búsqueda.
Tras las detonaciones, los marineros habían convergido en la popa de la nave, tal como acaban de hacer los trabajadores chilenos en el refugio que tenían preparado para estos casos. Incluso, se llegó a decir que algunas señales de SOS -transmitidas a través de golpes en el casco del submarino- fueron escuchadas a pocas horas del desastre.
Sin embargo, los 100 metros de profundidad complicaron el proceso de rescate. Además, nunca pudo establecerse un conducto que procurara aire a los marineros, como el milagroso tubo que hoy abastece de medicinas y alimentos a los mineros. Ocho días después, cuando los escuadrones de rescate pudieron acceder al submarino atómico, la vida de todos los tripulantes se había extinguido.
Tal como los chilenos de Copiapó, los rusos del Kursk jamás perdieron la esperanza de comunicarse con sus familiares, por lo que escribieron una serie de mensajes y cartas, algunas de esperanza y otras de despedida, redactadas mientras el oxígeno se iba desvaneciendo irremediablemente.
“Todos los tripulantes de los compartimientos sexto, séptimo y octavo se trasladaron al noveno. Aquí nos encontramos 23 personas. Tomamos esta decisión como resultado de la avería. Ninguno de nosotros puede subir a la superficie. Estoy escribiendo a ciegas…”, escribió el teniente de navío Dmitry Kolesnikov.
“Houston tenemos un problema”
Lo impredecible de un derrumbe puede resultar tan trágico como un cortocircuito inesperado, falla que estuvo a punto de dejar flotando en el espacio a los astronautas estadounidenses James Lovell, John Swigert y Fred Haise. El 13 de abril de 1970 uno de los tanques de oxigeno del Apolo XIII explotó convirtiendo la cabina de mando en una vorágine de luces y alarmas (escena magistralmente reproducida en la película de Ron Howard), provocando el desconcierto en la tripulación, a 320.000 kilómetros de la Tierra.
Tal como los marineros rusos, los astronautas pidieron ayuda inmediatamente: “Houston, tenemos un problema”, fue la frase que lanzaron como solicitando un salvavidas. En la NASA se montó un plan de rescate que priorizaba el salvamento de la tripulación, sacrificando, inclusive, el alunizaje tal como estaba programado.
Así como en estos momentos una sociedad entera se ha puesto a disposición de un único objetivo: el rescate con vida de los mineros, aquella vez los estadounidenses dirigieron toda su maquinaria científica, tecnológica y humana para asegurar el regreso de los astronautas.
Lovell y sus compañeros trabajaron a una sola voz para ejecutar con precisión de cirujano cada paso que se les indicaba desde la Tierra, a través de un enlace que siempre buscó transmitir esperanza y fortaleza -incluso cuando el oxígeno empezó a terminarse-, consiguiendo mantener la unidad y la disciplina en este pequeño grupo de hombres.
Superaron las bajas temperaturas, la tensión psicológica, y algunos problemas de salud para finalmente girar alrededor de la Luna y volver hacia la tierra guiados a control remoto por los ingenieros de la NASA. La comunicación, que a veces se rompió, tuvo momentos de nerviosismo y períodos de crisis, pero fue la herramienta fundamental para el salvamento final de los astronautas del Apolo XIII.
Las familias de los astronautas y el público en general, a través de la televisión y la prensa, no despegaron su atención del día a día informativo. Hubo oraciones, mensajes de fe, y la solidaridad de los líderes políticos y religiosos.
Las distancias parecieron acortarse, y el mundo reducirse a una pequeña aldea, en la que la gran familia terrestre aguardaba que tres de sus integrantes retornaran a casa sanos y salvos, lo que finalmente sucedió el 17 de abril, cuando el módulo Acuario descendió sobre el Pacífico sur.
Tres ambientes distintos, tres contextos diferentes, tres escenarios geográficos opuestos, todos convertidos en prisiones momentáneas, en claustros involuntarios de un grupo de hombres.
Los estadounidenses volvieron a la Tierra en un ambiente de alivio general y los rusos dejaron sus últimos alientos en el fondo del mar. En el caso de los sudamericanos, la lucha por sobrevivir recién empieza, se viene un proceso largo, tenso y trabajoso de rescate, en el que se supone habrá momentos buenos y malos. Pero como siempre la inteligencia del hombre y las máquinas que este ha inventando se ponen a disposición de un objetivo máximo que nunca deberíamos dejar de lado: la vida humana.
(Miguel García Medina)
Fotos color: Agencias AP/ Reuters