Jorge Eduardo Eielson, el gran artista que perdimos
Fue hace cinco años, el 8 de marzo de 2006, cuando la noticia llegó desde Milán, Italia. A los 82 años, el poeta, narrador y artista plástico peruano Jorge Eduardo Eielson (1924-2006) había dejado este mundo para ser parte de la historia o de la leyenda literaria. Perteneció a la generación del ’50, y tras publicar sus primeros libros y organizar alguna muestra colectiva, emigró a Europa, a Francia, en 1948, gracias a una beca del gobierno galo. Pocas veces regresó al Perú, pero cuando lo hacía, su talento poético resonaba en todos los lugares que visitaba.
Era como un rey Midas de la poesía,
que todo lo que tocaba,
lo convertía en pura belleza
Desde que publicó “Canción y muerte de Rolando” (1943), su primer libro, pero también “Reinos” (1944), se supo que un gran artista merodeaba por las calles de Lima. Las fuertes y bellas imágenes se aunaban a una sabia inserción de la cultura castellana en cada uno de sus versos. Forma y fondo a la perfección. Así se presentó en sociedad el joven Jorge Eduardo.
La valla autoimpuesta estaba alta para el mismo Eielson, pero este no rebajó su nivel en los libros posteriores de esa década juvenil. “Antígona” (1945), “Primera muerte de María” (1949) y “Tema y variaciones” (1950) calaron en una poesía de la modernidad y la tradición, construyendo una especie de simbiosis muy original.
Eielson no se refugió en Europa como un desconocido. Todo lo contrario. En 1945, en el Perú, había obtenido el Premio Nacional de Poesía, y el Premio Nacional de Teatro en 1946. Con su llegada a Europa una temática social, filtrada por un buen oído, se apoderó del poeta, principalmente desde que llegó a Italia en 1951.
De esta manera, surgió el poemario “Noche oscura del cuerpo” (1952), pero sobre todo “Habitación en Roma”, escrito en 1952, aunque publicado tres años después (1955). Este volumen es para muchos críticos el libro más personal, carnal y “material” del universo poético eielsoniano.
Cambios en su visión poética
El aspecto visual cobrará mayor espacio en “Canto Visible” (1960), “Papel” (1960) y Mutatis mutandis (1967). Luego, el sarcasmo, la brevedad buscada, la no expresión que se revela, vuelcan la poesía de Eielson con tanta notoriedad en sus propuestas plásticas, desde instalaciones hasta esculturas y pinturas. Su propia poesía escrita respira ese aire de ángulos, formas verticales y espacios en blanco.
El arte y la historia peruanas, en conjunción con las influencias visuales de las telas de Joan Miró y Paul Klee, jugaron un papel clave en la construcción de su nuevo universo plástico, centralmente en la serie “nudos” o “quipus”, en los cuales, decía el poeta Javier Sologuren (gran amigo de Eielson), “la materia, asiento de fuerzas y tensiones, está dada por la tela de algodón”.
Esa manifestación artístico-plástica, que comenzó en los años 60, llegó a su clímax en la década del 70, por medio de numerosas exposiciones en Europa y América. Pero habría que ir más atrás en el tiempo para descubrir por qué esta acentuación de las artes plásticas en su febril actividad artística.
Una clave nos la dio el pintor, y amigo de toda la vida de Eielson, Fernando de Szyszlo, a quien visitamos una mañana de sábado en abril del 2006, un mes después de la muerte del poeta. De Szyszlo nos contó que los primeros años de vida en Europa fueron muy duros para Eielson.
Su breve obra poética aún no estaba traducida al francés, así que pocos lo leían en París. “No tenía la comunicación directa con la lengua de la ciudad donde vivía (…). Imagino que eso lo estimuló mucho hacia la pintura. Él quería tener comunicación, tener una respuesta y abrirse camino allí (…). En esas épocas hizo arte abstracto”.
No obstante, su espíritu lírico se mantuvo incólume. Por eso la poesía de sus últimos años deambuló mágicamente entre lo terrenal y la lucidez para afrontarlo, incluso a la muerte. A Eielson no le tembló ni un segundo la mano para describir desde la belleza poética el final de sus días:
“Sé perfectamente que mi casa
Es una estrella
Que se llama vida
Y que esa estrella es la
tierra
Y que después tendré otra casa
En otra estrella
Llamada muerte”.
El poemario “Sin título”, del 2001, lo dice todo y nos deja la seguridad de que Eielson esperaba con serenidad su final. Como se ha dicho, el budismo zen lo acompañó en esa última etapa de su obra y de su vida, lejos ya de su carácter sintomáticamente postvanguardista de las décadas anteriores.
El crítico literario Ricardo González Vigil lo resumió bien: “La poesía de Jorge Eduardo Eielson tocó los grandes temas de la lírica occidental: la muerte, la existencia, la cotidianidad, el amor, el silencio. Pero lo hizo con un pneuma particular, con una vocación de búsqueda insobornable”.
Hoy en día Jorge Eduardo Eielson goza de aprecio general y es un objeto de culto. Dos años antes de su muerte, el 2004, obtuvo el Premio Bienal Teknoquímica, y ya para entonces -incluso antes- su obra poética había sido traducida a 12 idiomas. Sin embargo, nunca dejará de ser el creador de versos absolutos como este de “Parque para un hombre dormido”:
“Cerebro de la noche, ojo dorado
De cascabel que tiemblas en el pino, escuchad:
Yo soy el que llora y escribe en el invierno”.
(Carlos Batalla)
(Fotos: Archivo Histórico El Comercio)