Un tesoro frente a la bahía
La isla San Lorenzo es un tesoro. Pero es un tesoro así como está: Con sus cientos de aves que han encontrado allí refugio natural frente a la Lima de cemento. Por sus cientos de especies marinas que aún proveen a la ciudad de pescado y marisco para hacer realidad nuestros cebiches, mientras le dan sustento a miles de pescadores artesanales venidos del Callao.
Por sus playas vírgenes que, si son explotadas ecológicamente con ecohoteles, pueden generar una importante actividad económica no solo a los que tengan la suerte de invertir en hotelería sostenible, sino también a pescadores que pueden proveerles de pescado y enriquecer la experiencia turística con un hermoso cebichito recién salido del mar, a transportadores que podrían pasear al público en hermosas jornadas de playa y a proveedores del Callao que ofrezcan en todo lo necesario para que se desarrolle esta actividad de manera adecuada.Por sus restos arqueológicos e históricos que esconden historias de mil batallas, de santuarios, de piratas, de tesoros ocultos y hasta de fantasmas. Por la escuela de fuerzas especiales de la marina, que ha sabido conservar la isla de una manera muy responsable a lo largo de años.
Y, finalmente, porque se trata del lujo de tener frente a una inmensa ciudad de cemento -carente cada día más de espacios públicos, áreas verdes, parques y espacios donde poder darle un respiro a la vorágine del vivir en una urbe- a una reserva natural que, con todo lo dicho, le añade un valor económico incalculable a nuestra Lima.
Este privilegio de contar con esta hermosa isla al natural se contrapone de manera contundente y clara a las intenciones, hoy lamentablemente en marcha, de convertir a esta pequeña isla en una extensión más de la ciudad. En una selvita más de cemento en donde edificios ahuyenten a las aves, en donde la presencia masiva de actividad citadina termine por exterminar las especies y, con ello, exterminar de paso la actividad e ingreso de los pescadores de la zona que tanto lo necesitan.
Edificios, pistas, veredas y gente con costumbres de ciudad que terminen por hacer huir al olvido, a conchas, cangrejos, calamares, pejerreyes, lenguados, chitas y todo lo maravilloso que esconde aún esta isla que, a pesar de lo cercana a nuestra ciudad, ha sabido mantenerse con vida frente a sus embates.
La isla San Lorenzo, en conclusión, tal como está y, añadiéndole algunas experiencias hoteleras de baja densidad y ecosostenibles, puede ser un escenario que le añada un valor muchísimo mayor a nuestra economía mientras beneficia a muchas personas a la vez.
En cambio, el optar por la isla de cemento es no solo restarle valor económico, sino que sobretodo es optar por el beneficio de unos muy pocos. Quizás el de los que construyan edificios y calles. Porque ni siquiera quienes compren las viviendas sospecho que saldrán beneficiados. Porque comprarán un bello departamento, pero cuando esté listo ya no habrá peces, ya no habrá aves, ya no habrá vida, porque la isla habrá muerto. ¿Y quién quiere vivir en una isla muerta?