¿Y cuándo hablamos de fútbol?
Hubo una época en que cuando se jugaba un clásico la hinchada metía al estadio un tipo disfrazado de gorila. O a otro de quinceañera. O festejaba -festejábamos- a Roberto riéndose, gozando, sentado sobre la pelota.
Hubo una época en que Óscar hacía un atajadón y se quedaba en el piso minutos que parecían horas y lo elogiábamos por su capacidad para enfriar los partidos.
Hubo una época en que el Puma o Samuel metían suela sin inmutarse, agarrando carne y hueso, y en la tribuna aplaudíamos rabiosos, elogiando su sangre y enorme jerarquía.
Hubo una época en que el equipo entraba o salía de Matute en tanqueta, en que las piedras y corontas eran parte de la escenografía. Así son los clásicos, decíamos. Nada más.
Lo asumíamos porque era parte de lo que llamábamos historia, folclore, esa que se nutría de los bastonazos de nuestros bisabuelos, de las pullas, chanzas y bromas de siempre, algunas ingeniosas, otras de mal gusto, propias de un deporte que suele resumirse en una frase aguanta todo: el fútbol es así.
¿Cuál es el límite de la provocación? ¿Hasta donde se puede aguantar? La respuesta siempre será subjetiva. El saludo de Succar tras su gol en el clásico del año pasado enardeció Matute tanto o más como los gestos de Campos del último sábado. ¿Qué hacemos, entonces? ¿Prohibimos celebrar los goles? ¿Si la U campeona mañana no podrá dar la vuelta olímpica?
La provocación no justifica la violencia, pero en el salvaje contexto que vivimos pocos parecen entenderlo. La corona fúnebre enviada a la casa de Zambrano no hay que tomarla a la broma.
Ojalá en estas horas previas al partido hablemos más de fútbol que de cualquier otra cosa. Y que la pelotita, esa que sirve para justificar tanta belleza -como tantas barbaridades- triunfe. Como siempre debe ocurrir.