“Ahora falta el último capítulo. Ahí, uno alcanzará la cumbre más alta de su historia; el otro llorará sangre. Porque este clásico es lindo jugarlo, pero horrendo perderlo”. (Foto: EFE)
“Ahora falta el último capítulo. Ahí, uno alcanzará la cumbre más alta de su historia; el otro llorará sangre. Porque este clásico es lindo jugarlo, pero horrendo perderlo”. (Foto: EFE)
Jorge Barraza

Tablas. Ni el empuje y la fe de Boca ni el oficio y la astucia de este River. Los dos quedaron serenos con el 2 a 2. Boca, porque en un momento del primer tiempo se vio claramente superado en juego y se llenó de preocupación. River, porque dos veces estuvo abajo en la chapa y dos veces logró emparejar. Y ahora define en casa. Al mayor volumen de juego de River, Boca le opuso la siempre indesmentible pujanza boquense. Una final que no decepcionó a nadie. El semblante del hincha ofrece en buena medida un análisis del duelo: la masa xeneize se retiró en silencio, síntoma claro de que se escurrió una posibilidad de oro, la de dar el primer golpe en La Bombonera; la de River se relame y prepara los fastos, confiada en este equipo que sabe sacar adelante finales y levantar copas.

Boca se demostró que no tiene el mismo juego colectivo que River, pero tampoco está muy abajo. Y River, que no hacía falta alinear cinco defensores. Por eso sacó a Martínez Quarta (el tercer zaguero) a poco de iniciado el segundo tiempo.

A comienzos de los ’80, Boca podía alinear en campo a Trobbiani, Maradona y Brindisi, en tanto River oponía a Passarella, Alonso, Kempes o Ramón Díaz. Este es un Boca-River sin los nombres ilustres de antes, pero Boca-River al fin, con el peso eterno de sus camisetas, el halo de sus 110 años de historia y la inquietud de poner siempre el mejor equipo posible de acuerdo a la coyuntura de país y la economía de cada uno. Con la final de Libertadores como marco y el mundo mirando, como nos dijo Jesús Vélez, reputado periodista hondureño: “Aquí en San Pedro Sula hay mucha gente en las calles con camisetas de Boca y de River esperando la hora”. Y así en buena parte del planeta. Por eso se jugó en fin de semana y en horario vespertino, para concitar la mayor audiencia televisiva europea y reflotar el alicaído prestigio del fútbol sudamericano. Dos mil seiscientos periodistas de 26 países solicitaron credenciales para cubrir el inédito enfrentamiento. La sana decisión de no permitir hinchas visitantes garantizó paz y fiesta, noticias deportivas y no policiales. Fue todo muy civilizado. También se preveía un partido cerrado, con mucha pierna y pocas emociones. En cambio, fue estudiado y tenso, como siempre, con máxima entrega de los dos, aunque con goles y ocasiones. Y sin roces ni tumultos.

Sí es cierto que gustaron más los goles que el juego. River, más consolidado como equipo, con suma eficacia en la presión alta, solidario, preciso en la circulación de la pelota, con velocidad en ataque y un Pity Martínez imparable, fue superior en el trámite hasta el gol de Boca, todo mérito individual de Wanchope Ábila. Sin disponer de una chance clara de gol, el ex Huracán demostró lo que es un goleador: se hamacó ante Martínez Quarta para generarse un mínimo espacio de disparo y sacó un derechazo que Armani, poco feliz, no atenazó, dando un rebote largo; insistió Ábila, esta vez con un zurdazo quemante y le dobló las manos al arquero. Iban 33 minutos, aparecía la vieja casta auriazul, la que dice “Boca es Boca, nunca te descuides”. El rugido estremeció el país desde Jujuy a Tierra del Fuego. Pareció que le quebraba la muñeca a River. Pero apenas salidos del festejo, ese fenomenal zurdito que es el Pity Martínez le puso una bola brillante, entre dos, a Pratto. Y Pratto justificó su precio (14,2 millones de dólares), se metió entre Olaza e Izquierdoz y definió a lo grande, rasante al segundo palo, rápido, seguro, sin titubeos. Uno a uno y Boca, aún sonriente, se puso serio de golpe.

Boca dejó otra vez la sensación de no terminar nunca de ser un equipo ensamblado, una orquesta armoniosa. Es un conjunto de buenas individualidades, algunas notables como Nahitán Nández y Wilmar Barrios, dos combatientes fantásticos, incansables, criteriosos para quitar y entregar. Como Wanchope y como Benedetto, que entró por el lesionado Pavón y dejó huella en el clásico. Es verdad que vuelve de una larga lesión, Benedetto, igual suena increíble que no sea titular. Fue autor del segundo tanto con espléndido cabezazo hacia atrás; fabuloso giro de cuello para cambiarle el rumbo a la pelota y meterla en un ángulo. Boca se fue al descanso 2-1 arriba y con un envión anímico fenomenal. Pero otra vez River lo bajó de la nube enseguida. Pity Martínez, desde 40 metros, ejecutó un tiro libre que cayó como una granada en el área local, rozó apenas el jopo de Izquierdoz y se le metió a Rossi: 2 a 2. Si lo rozaba o no, igual se metía; el gol fue el centro llovido.

Sobre el final, Armani se redimió largamente: le ahogó el triunfo a Boca en el minuto 90 con una oportunísima tapada. En la mejor jugada de la tarde para los de Barros Schelotto: pared Tevez-Wanchope, el Apache eludió a Maidana en gran estilo y con un toque perfecto dejó solo a Benedetto de cara al gol. Éste definió un tanto apurado y su remate pegó en un brazo de Armani, que salió como con la ambulancia. Y ahí cayó el telón. Era el 3-2 para Boca, hubiese sido un broche espectacular, quedó en empate.

Excelente arbitraje de Tobar. Dirigió tan bien que casi hizo quedar mal a todo su gremio. Los árbitros, una vez más, demuestran que cuándo el poder de convocatoria y el peso político de los clubes es similar, ellos son verdaderamente neutrales y tienen la capacidad para dirigir con eficiencia. Nadie se tira contra River (nunca), pero tampoco nadie se puede tirar contra Boca. Entonces aparece el arbitraje puro, el juez de nivel que quiere hacer una tarea noble. Y la hace. Magnífico trabajo del silbato chileno, acertado, con personalidad para tal acontecimiento. Consagratorio para él. Le darán otras finales, seguramente un Mundial. Hasta podrían designarlo para el desquite.

Lo inentendible: el sábado llovió 110 milímetros en pocas horas en Buenos Aires. En ningún lugar del mundo se hubiese podido jugar normalmente al fútbol. Y el campo de Boca, que estaba espléndido como lo demostró 24 horas después, absorbió lo indecible, pero con semejante vendaval era un charcal; el superclásico estuvo bien suspendido, pese a las protestas y críticas de un periodismo cada día más intolerante. ¿Qué pretendían, qué se jugara…? Se esperó el mayor tiempo prudencial y luego se decidió postergar un día, la medida más razonable. La pelota no rodaba, se clavaba en los charcos. Se dilató la decisión hasta donde lo marcaba el criterio, luego se decidió aplazarlo. Y fue un acierto. Ayer, el césped respondió maravillosamente; se pudo jugar. ¡Y cómo…! Boca y River hicieron un partido intenso y pasional, táctico e inteligente, pero limpio y emotivo. Porque esto no es simplemente pegar patadas, como muchos creen, hay que saber jugar, y hacerlo con semejante presión detrás.

Ahora falta el último capítulo. Ahí, uno alcanzará la cumbre más alta de su historia; el otro llorará sangre. Porque este clásico es lindo jugarlo, pero horrendo perderlo. Y nadie quiere pensar en ese después.

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