“Si esto pasaba con mi equipo, me hubiese molestado tanto que creo que le hubiese pegado”, nos dice, muy serio, una figura importante del campeonato local, respecto de la actitud de Reimond Manco sobre los eventos pospartido frente a River Plate.
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Algo similar, comenta Luis Aguiar, sobre las reiteradas indisciplinas del díscolo Jean Deza en Alianza. Y aunque las naturalezas de los errores son distintas, en ambos casos se atenta directamente contra el espíritu del grupo, causando enorme irritación.
Está claro que la violencia no es la mejor manera de encauzar comportamientos, pero también es cierto que en ocasiones la gravedad de la afrenta decepciona y exaspera hasta a sus propios compañeros. De ahí, esas declaraciones polémicas.
Si uno mira de soslayo, lo de Manco podría pasar por desatino o ingenuidad. Reimond comenta que, antes que empiece a rodar el balón, él ya se había comprometido a intercambiar camisetas con Nacho Fernández al finalizar el juego. El caso es que, una vez terminado el partido, e ignorando la paliza recibida, se acercó al volante millonario para el trueque de prendas acordado. El ‘close-up’ de las cámaras capturando el momento difuminó de inmediato todo el halo nostálgico al que nos induce el otrora ‘jotita’ cuando entra a la cancha. Resultaba incomprensible para los televidentes el que alguien que había sido víctima de una masacre insistiese en obtener el polo de un jugador rival que había colaborado con dos goles en el descalabro de su equipo. No se trataba de un encuentro parejo ni una derrota digna. Había sido un papelón con todas sus letras. Es imposible imaginar a un futbolista de cualquier equipo argentino, uruguayo o brasileño, tras recibir una goleada, marcharse del estadio con una camiseta que no sea la suya.
Días después, y para empeorar su ya famélica imagen ante el hincha peruano, Reimond Orangel, a diferencia de varios de sus compañeros, defendió su postura manifestando que no se arrepiente y que “lo volvería a hacer”. Es entonces cuando se esclarecen los hechos respecto de explicar ya no solo esta situación, sino el derrotero de su carrera en general. No se trata del desatino o la ingenuidad que creímos en un principio de un futbolista que no entiende la falta cometida. Es algo mucho más grave. Manco es incapaz de percatarse de las cosas que son verdaderamente importantes para tener éxito como profesional. No advertir que si bien es cierto el fútbol es un juego, es también una competencia colectiva que implica dignidad, amor propio y autoestima nos habla de alguien que, más allá de tener virtudes atractivas, carece de la cabeza necesaria para destacar en el balompié adulto.
Si a lo del jueves por la tarde se le suma el poco profesionalismo de sus primeros años, una resistencia física precaria y un endeble desarrollo anatómico, ya no es tan difícil de entender cómo un chico que fue el mejor de su categoría en toda Sudamérica el 2007 no ha podido después convertirse en la realidad que su talento sugería.