“Lo sentimos, el Señor Singer no ha hecho ningún arreglo para que estudie en esta Universidad”. Alejandro no lo podía creer. La promesa del entrenador norteamericano que lo había descubierto no era totalmente cierta. Viajaría a los Estados Unidos a explotar su talento, pero no había ninguna beca de por medio. Quizás el Señor Singer sospechaba que apenas lo vieran jugar, los directivos de la Universidad del sur de California acabarían enrolándolo. Así sería más adelante, pero no en aquel momento. Recién llegado, después de un viaje de 20 días a la Habana por barco, a Miami por avión y a los Ángeles por autobús el chico de 17 años se sentía defraudado. “Después todo fue como un milagro” confesaría, en su inducción al Salón de la Fama del tenis mundial en 1987. Habían transcurrido tres décadas desde su llegada a Norteamérica.
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