Daniel San Román

Cada año, desde 1966, el Inca despierta en las rutas peruanas, trayendo consigo la tradición del Gran Premio de Carreteras. Es la prueba reina del calendario automovilístico nacional y el único evento deportivo que, literalmente, recorre las venas del país. Este 17 de octubre, la carrera dará inicio a su quincuagésima segunda edición, cargada de historia, adrenalina y desafíos. “Caminos del Inca es una prueba que marca la vida de todo piloto. Hay un antes y un después cuando la ganas”, solía decir Raúl Orlandini Dibós, cinco veces campeón de la competencia.

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Enfrentar esta carrera de resistencia no solo implica acelerar a fondo; se trata de dominar la estrategia, gestionar el desgaste mecánico y psicológico, y adaptarse a las cambiantes condiciones de las rutas peruanas. Esta combinación ha transformado a Caminos del Inca en mucho más que una simple carrera: es una leyenda viviente.

Con los años, la carrera ha evolucionado, adaptándose a las transformaciones en las rutas. Atrás quedó su carácter de prueba circular, que partía y terminaba en Lima. Hoy, el recorrido se ha renovado, comenzando en Canta y culminando en Arequipa, cubriendo un total de 2,101 kilómetros, de los cuales 1,484 son cronometrados. Cada tramo será decisivo, y no solo para los aspirantes al título general.

La Copa Clásicos premiará al mejor vehículo fabricado antes de 1996, mientras que los pilotos de Tracción Simple y aquellos mayores de 54 años tendrán sus propias categorías en disputa (Copa Masters). Estos detalles enriquecen aún más la carrera, otorgándole un carácter único en el automovilismo moderno.

Lo que distingue a Caminos del Inca de otras competencias es su imprevisibilidad. A diferencia de décadas pasadas, cuando un piloto podía dominar por años, las últimas siete ediciones han visto ganadores distintos: Tommasini en 2015, Navarro en 2016, Orlandini en 2017, Richard Palomino en 2018, Alayza en 2019, Ronmel Palomino en 2022 y Fuchs en 2023. Las épocas de hegemonías prolongadas, como el tricampeonato de Orlandini Dibós (1992-1994) o los reinados de Jochamowitz (1998-1999) y Chachito (2000-2002), parecen haber quedado en el pasado.

Hoy, la carrera es más competitiva que nunca, y en Caminos del Inca, el título no se concede hasta la última curva. El Inca, como se dice, siempre tiene la última palabra. Las victorias pueden parecer aseguradas, pero este es un evento que desafía cualquier lógica, haciendo de lo inesperado su sello distintivo.

Caminos del Inca, con su naturaleza implacable, ha polarizado tanto a pilotos como a aficionados a lo largo de los años. Es una carrera que se resiste a las convenciones del automovilismo actual, anclada en su propio folclore y rituales. No es una competencia más: es una prueba cargada de simbolismo y tradición, un legado que se ha preservado y valorado con el tiempo. En una era donde la inmediatez y la tecnología parecen dominar cada aspecto de nuestras vidas, Caminos del Inca se erige como un vestigio del automovilismo clásico, aquel que forjó la pasión de generaciones enteras.

Pocas competencias en el mundo recorren ciudades enteras, retando tanto a máquinas como a pilotos a sobrevivir el implacable camino. Este Gran Premio es un último baluarte, una afrenta a los desafíos que, al final, premia solo a aquel que logra erigirse como el verdadero Inca.