“Yo cobro por meter goles, no por correr”. Nunca un axioma fue ejercido con tanta convicción como lo hizo Romario de Souza Faria (Río de Janeiro, 29 de enero de 1966). El ‘Baixinho’ era muy fanático de la noche y poco aficionado al entrenamiento. La vida era un carnaval para él. Y no había razones para que el fútbol fuese distinto. El disfrute en la cancha, por ende, debía ser una máxima innegociable. Así lo hizo. Sin importar a quién tuviera como técnico ni las consecuencias, siempre respetaba su dogma. Pero desde su trinchera también cumplía a rajatabla con sus preceptos: pagaba con gol cada dólar que le abonaban en su cuenta.
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Romario fue el verdadero rey del engaño. Su 1,69 m, sus piernas arqueadas y su andar cansino servían de camuflaje para el depredador del área que llevaba adentro. En los últimos metros de la cancha era infalible. En ese rectángulo era siempre Diego Maradona, como lo calificó alguna vez Jorge Valdano. En su zona de confort, defensores y arqueros eran presas fáciles de sus genialidades.
“Romario es un jugador de dibujos animados, porque hace cosas de una mecánica difícil, que parece no estar al alcance de la imaginación del común de los mortales. [Tiene] Velocidad que no parece humana, una imaginación extraordinaria, elementos suficientes para ponerlo en el grupo de no humanos”, así lo definía Valdano con perfección quirúrgica. El argentino hablaba con conocimiento de causa pese a disfrutar del carioca solo por unas semanas como técnico del Valencia. Lo sufrió más como rival, y lo aplaudió bastante como espectador.
El ‘Baixinho’ era la antítesis del ‘9’ clásico. En él habitaba un ‘killer’ que no necesitaba de buena estatura ni una complexión fornida para ganar siempre en el área. Él era puro talento, tenía la habilidad natural para conducir el balón a pocos centímetros del pie, mimándolo en cada toque sutil. Sus movimientos veloces y su aceleración extraordinaria dejaban como postes a los zagueros en solo un par de metros. La brújula que llevaba insertada en la cabeza lo colocaba siempre en la ubicación ideal para recibir el pase del compañero en el momento justo. Todas las virtudes juntas de un goleador en un envase pequeño. Romario era un iconoclasta del gol, un delantero irrepetible.
Sus incursiones por el Vasco da Gama, PSV Eindhoven, Barcelona, Flamengo, Valencia, Fluminense, Al-Sadd, Miami FC, Adelaide United y América dejan en su cuenta 768 goles oficiales –según un recuento de la revista “El Gráfico”–. Además, con el Scratch su conteo llega a 55 conquistas, un título mundial en Estados Unidos 94, dos coronas de Copa América (1989 y 1997) y una Copa Confederaciones (1997). A nivel individual, fue máximo artillero del Brasileirao, del Campeonato Carioca, la Eredivisie, la Liga Española, la Champions League, los Juegos Olímpicos Seúl 88, la Copa Confederaciones… La única deuda goleadora que no pudo saldar fue en la Copa del Mundo.
El ‘Chapulín’ jamás fue un ejemplo de profesionalismo, fue un alma libre que disfrutó del fútbol como ninguno, un rebelde que rompió los moldes, un ‘9’ con el ‘11’ en la espalda que deleitaba con ‘colas de vaca’ y definía de punta, en contra de lo que dictan los libros. Con él la noche y el fútbol siempre fueron compatibles.
Hoy que escasean los artilleros que ofrezcan goles antes que kilómetros recorridos, celebramos los 54 años del delantero anárquico que no necesitó de tácticas ni de movimientos ensayados para triunfar. Hoy festejamos el día del alquimista del gol. Un ‘9’ que ya no existe en el manual del delantero moderno.
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