Desde hace unos días tengo por misión recabar los documentos personales de una tía muy querida. Ella nació en Lima, en enero de 1942, pero fue inscrita en los registros civiles recién en 1965, cuando ya era mayor de edad. Una situación similar a la de muchas personas en nuestro país que no tienen acceso a los servicios del Estado por geografía, situación económica o falta de información.
Sin embargo, el caso de mi tía tiene razones adicionales: hija de padres japoneses, nació en plena Segunda Guerra Mundial, el mismo mes en que se suspendieron las relaciones diplomáticas entre el Perú y Japón. No podían inscribir su nacimiento en la Embajada de Japón, pero tampoco había posibilidad de inscribirla bajo las leyes peruanas.
Fueron tiempos difíciles para la comunidad peruano-japonesa. Se inmovilizaron cuentas bancarias y se eliminaron derechos de asociación y propiedad. Pero esto no fue solo producto de la guerra. Como narra Alejandro Sakuda en su libro “El futuro era el Perú”, desde los años 30 ya existía en algunos grupos políticos y económicos, sentimientos xenofóbicos y discursos de odio que impulsaron los saqueos a establecimientos comerciales de japoneses en 1940.
Pero quizás el hecho más lamentable es el que narra con detalle Luis Rocca Torres en su reciente libro “Los desterrados”: alrededor de 1.800 personas, ciudadanos japoneses y sus familiares nacidos en el Perú, fueron deportados y enviados a Estados Unidos en las peores condiciones para ser confinados en campos de concentración.
De ellos, al menos 948 vivieron en el campo Cristal City (208 hombres, 199 mujeres y 541 menores). No eran espías ni militares, sino el bodeguero, el panadero del barrio o el dueño de un bazar, cuyos delitos fueron ser de origen japonés. Al terminar la guerra, solo 100 personas pudieron regresar al Perú, el resto fueron canjeados por prisioneros de guerra, enviados a Japón porque el Gobierno Peruano canceló sus residencias y un pequeño grupo se quedó en Estados Unidos.
Rocca Torres recoge 13 testimonios de personas que, siendo niños y niñas, vivieron en los campos de concentración. A través de sus voces podemos entender que no solo se violentaron los derechos fundamentales de los ciudadanos japoneses radicados en el Perú, sino también los de sus hijos peruanos de nacimiento.
Los tiempos han cambiado, pero aún persisten prejuicios en nuestra sociedad. Y la xenofobia y el racismo se alimentan de prejuicios. Hemos escuchado en campañas electorales pasadas algunos discursos contra la comunidad migrante venezolana argumentando temas de seguridad ciudadana. Y también políticos y medios de comunicación que desdibujan y denigran a las personas solo por su origen étnico o lugar de nacimiento. Como ciudadanos debemos aspirar y exigir un Estado que sea capaz de sancionar discursos de odio, incluso si provienen de una autoridad pública. Mi tía falleció a la edad de 80 años el pasado 28 de julio. Nunca salió del Perú, nunca conoció la tierra de sus padres. Quiero pensar que ella y el destino se confabularon al escoger un aniversario patrio para recordarla siempre como peruana nikkei.