En el Perú, el desarrollo institucional se suele construir en base a la improvisación y a reacciones apresuradas frente a emergencias (que no por ser rápidas resultan eficientes). Con algunas excepciones, la prevención y fiscalización son apenas dos puntos más en la larga lista del presupuesto público cuya pobre ejecución llama la atención a fin de año.
Este es un problema bastante serio. Para muestra, San Juan de Lurigancho alcanzó apenas el 4,4% de ejecución del presupuesto que tenía asignado para la prevención de desastres naturales en el 2019. Se trata del mismo distrito que casi todos los años amanece inundado por desbordes en los ríos Huaycoloro y Rímac durante las temporadas de lluvias.
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Historias similares se repiten en todos los niveles de gobierno. El Ministerio de Agricultura y Riego estima que por cada sol que se invierte en labores de prevención contra El Niño se evitan pérdidas por S/13. No obstante, el año pasado los gobiernos regionales ejecutaron apenas el 53,5% del presupuesto asignado a la “reducción de vulnerabilidad y atención de emergencias por desastres”.
Se podría argumentar que los bajos números se explican por la llegada de nuevas autoridades a esos cargos, pero cifras similares también se reportaron en el 2017 (61,2%) y 2018 (60%). Peor aún, la ejecución en la región Lambayeque (una de las más golpeadas cada vez que ocurre El Niño), ha estado por debajo del promedio en los últimos tres años.
Caso aparte es lo que ocurre con las heladas y los friajes. Estos fenómenos atmosféricos siguen siendo tratados como emergencias que agarran a las localidades desprevenidas cuando deberían ser esperados cada año desde abril. Es cierto que las acciones del Gobierno sobre este asunto se sustentan en un “Plan multisectorial ante heladas y friajes”, pero la Defensoría del Pueblo considera que las soluciones ahí planteadas son de corto plazo y comprenden “los mismos distritos y las mismas acciones desde el 2014”.
En lo que refiere a la fiscalización, la historia tampoco es positiva. Cada vez que ocurre una desgracia o un problema, funcionarios tardan apenas minutos en mostrarse ante cámaras para anunciar reformas urgentes o la reestructuración de un organismo estatal. En estas declaraciones no hay espacio para un mea culpa sobre lo que se dejó de hacer o lo que se pudo hacer mejor. La mirada va fija hacia el futuro con proyectos declarativos y muchas veces improvisados de la noche a la mañana.
¿Se destapa una red de corrupción en el Seguro Integral de Salud? Se publica un decreto supremo que declara en proceso de reorganización el organismo. ¿Mueren dos trabajadores electrocutados en un local de comida rápida? Un paquete de decretos de urgencia busca hacer más rigurosa la fiscalización laboral. ¿Explota un camión cisterna transportando gas y deja al menos 30 víctimas mortales? Se publica un decreto supremo que declara en reorganización al Osinergmin.
Sin quitar el foco de lo trágico que resulta que algunos de estos casos hayan involucrado la muerte de personas inocentes, la estrategia de respuesta es casi siempre la misma. A la desgracia le sigue una comparsa encabezada por el alcalde o ministros para fiscalizar lo que no se hizo antes, con cierre de local y nota de prensa incluida.
Mientras la improvisación normativa sea el motor que impulsa la construcción de instituciones más sólidas, no se logrará concretar ninguna reforma estructural en el país. Y el Perú no va a llegar a la OCDE a punta de decretos que ordenen la reorganización del sector público solo cuando ocurre una emergencia.