Cada vez que regreso a casa de la oficina en hora punta, atravieso por lo menos una intersección de avenidas en la cual hay un semáforo operativo y, a la vez, un policía de tránsito queriendo reemplazarlo. Debo confesar que esta escena me resulta terriblemente irritante, porque casi indefectiblemente está acompañada de un congestionamiento caótico. Pero esta última semana he hecho el esfuerzo de profundizar en las causas de mi fastidio y he llegado a la siguiente conclusión: el fenómeno descrito es una metáfora bastante certera de cómo funcionan las cosas –o, mejor dicho, no funcionan- en el Perú.
Una aclaración preliminar: el Perú está, hoy por hoy, en hora punta. Nunca hemos crecido como en los últimos años, y eso está generando tal presión que empieza a notarse con claridad dónde hace agua nuestro ‘modelo’.
Contrario a lo que afirman algunos, el problema principal no está en los mercados o en la iniciativa privada, sino en el Estado, que ha devenido en inoperante en una serie de ámbitos y flagrantemente obstaculizador en otros. Si realmente estamos en ‘piloto automático’, debería causar alarma que ese piloto esté pésimamente programado y que, por ende, no nos vaya a llevar al destino anhelado.
Pero volvamos a la metáfora. El Perú es como esa superposición entre el semáforo y el policía, porque aquí también tenemos reglas abstractas y generales que están pensadas para cumplirse a rajatabla (el semáforo), pero existe un sistema paralelo (el policía) que se asume como excepcional aunque es, en realidad, permanente. Tan cierto es esto que hasta el propio presidente Humala ha reconocido sin empacho que si las cosas no funcionan por los cauces normales, es preferible crear normas ad hoc antes que destrabar el conducto regular. No debería sorprender entonces que aquí las normas no se cumplan, cuando es perfectamente visible para todos, tanto en el sector público como en el privado, que toda regla puede tener –y, de hecho va a tener– una excepción, y nadie se va a hacer problemas por ello.
Esta superposición le resta al sistema lo que debería ser una de sus fortalezas: la predictibilidad. El policía podría darle un minuto de pase a cada lado, o podría darle tres minutos a uno y treinta segundos al otro, según su antojo. Pero el mayor peligro no es ese. Piense en el conductor que le hace caso al semáforo porque no vio al policía, y luego se estrella en pleno cruce y ocasiona un caos brutal que paraliza el tráfico. Nos hemos habituado al riesgo, pero un gran accidente podría estar a punto de ocurrir.